Escrita por Edgardo Mocca y publicada en https://www.eldestapeweb.com/ el 15/03/2020

“Si las retenciones a la soja pasan del 30 al 33% habrá una nueva guerra con el campo”. Así se titula una nota de Joaquín Morales Solá publicada en el portal del diario La Nación, el último 27 de febrero. Pocos días después, cuando todavía estaba vigente el “paro agropecuario”, la agenda política argentina había producido un viraje espectacular: el coronavirus había entrado en el país y desplazado a todas las controversias nacionales. La “guerra con el campo” no tuvo lugar. Quedó reducida a lo que era en realidad: un carnaval político de la derecha contra una decisión gubernamental que favorecía a todos los segmentos de la producción agraria, con excepción de una ínfima minoría de grandes productores y exportadores de soja.

La coincidencia temporal entre un alboroto absolutamente minoritario y una tensión angustiosa de alcance nacional tiene en su interior un profundo contenido político. En todo el mundo se está discutiendo hoy la cuestión de la democracia y su relación con la capacidad de los estados nacionales para actuar con efectividad en la reducción de los daños que provoca la pandemia. La República Popular China –según se reconoce mundialmente- actuó de manera efectiva, parece haber controlado la situación y empieza a desplegar su colaboración con países europeos gravemente afectados por el virus; ya comenzó a hacerlo en Italia y se anuncia que lo hará también en España. Rápidamente los principales medios de comunicación de alcance global han abierto el debate bajo el signo de interrogante sobre la capacidad que tienen las “democracias occidentales” para movilizar a sus pueblos con la efectividad mostrada por la súper-potencia china, que es sistemáticamente atribuida a la existencia de un poder despótico que no respeta las libertades individuales. El costo de la “ejemplar democracia occidental” se pagaría así en términos de capacidades organizativas estatales para actuar ante catástrofes naturales. 

El orden conceptual que se utiliza es el de la comparación directa y sin mediaciones entre “democracia” y “autoritarismo”. La ineficacia que se está evidenciando en varios países europeos para actuar ante la pandemia obedecería, así, al obligado respeto estatal a las libertades individuales que complicaría la movilización social defensiva frente a la emergencia.

Excede las posibilidades de esta nota un análisis de las democracias “realmente existentes” en los países occidentales. Por eso saldremos de la órbita de los regímenes políticos, de las formas de gobierno, para incorporar otra perspectiva, la del peso global enorme que adquirió en las últimas décadas el neoliberalismo. Como tal, la referencia no es solamente a una determinada política económica sino a una cosmovisión duramente hegemónica a lo largo y a lo ancho del planeta. Es una ideología privatista, consumista, antisolidaria y de un individualismo extremo. Más que cualquier filósofo posmoderno de los años ochenta del siglo pasado, fue Margaret Thatcher la que dio la definición más precisa de esa cosmovisión: “la sociedad no existe”, dijo. Existen los vecinos, los parientes y algunos conocidos; nada más.

¿Para qué tiene que seguir existiendo el Estado, entonces? Tiene que seguir existiendo para proteger la propiedad de los que tienen propiedad. Un Estado gendarme. La salud a los hospitales privados, la educación a las empresas privadas del ramo. Y así de seguido la policía, el transporte, la energía eléctrica. Como fallidamente supo decir el ex ministro Dromi en medio de la orgía privatizadora del menemismo: “nada de lo que deba ser estatal quedará en manos del Estado”.

No es solamente un problema de orden económico, es una concepción del mundo y del lugar de los seres humanos en él. Su eje mitológico es el “capital humano”. Es decir, el ser humano concebido como una empresa en sí mismo. La competencia “meritocrática” consiste en tomar buenas decisiones a favor del crecimiento de ese capital: buenas escuelas (las más caras), buenas decisiones “empresariales”, cuidado de la salud personal como base material de ese capital. Las relaciones con los demás seres humanos se rigen también por la necesidad de cuidar y acrecentar ese capital.

 

¿Cómo hacer para que ese “nuevo hombre” (o mujer) neoliberal se comporte adecuadamente en las condiciones de una crisis humanitaria? ¿De dónde pueden surgir los impulsos solidarios y fraternales, completamente inservibles en la lucha por el éxito del capital individual y dramáticamente necesarios para una situación como la que enfrentamos? Volvamos a los chinos. Dicen que en el idioma chino el ideograma “crisis” combina los conceptos de “peligro” y “oportunidad”. De la crisis sanitaria actual saldrán mejor parados los pueblos que actúen de modo más unido, más solidario y más organizado (para recurrir a la retórica de Perón). Frente a una amenaza colectiva hay que volver a la virtud política, a la capacidad de actuar juntos en defensa de la polis. Es decir, actuar como pueblo y no como una suma dispersa de individuos incapaces de pensar en el otro/otra. En la Argentina, es la oportunidad de enfrentar la ideología ampliamente predominante en los últimos años con su carga de acumulación rapaz de recursos en pocas manos, de indiferencia por la suerte de las mayorías, de privatización y vaciamiento de lo público. El presidente propuso en su reciente discurso “Un país unido en el que cada uno debe comprometerse con los demás y todos con cada uno, empezando por el Estado”. Buena fórmula que no debería limitarse a los tiempos del coronavirus, sino proyectarse a la etapa larga que nos espera para la reconstrucción del país después de la destrucción operada por Macri y su lujoso equipo.