Por Capitán Cianuro
Dicen que son clase media, pero viven tan endeudados y agotados que lo único medio que tienen es medio sueldo antes de que se lo chupe la tarjeta. Bienvenidos al club de los aspiracionales, esos que odian al que se atreve a mostrarles el espejo y prefieren matarse trabajando antes que pensar un minuto.
Hay una nueva religión y sus fieles nunca fallan. El domingo, en vez de misa, se visten estilosos para peregrinar al mall que sería el nuevo culto. En cualquier rincón de América Latina, ahí están, como hormigas obreras que no compran por necesidad, sino para que alguien los vea comprando. Si consiguen sacar algo de la vitrina, ya se sienten tocados por la mano de Dios… o de la financiera. Y los que no compran igual pasean como turistas de vitrina: huelen, miran y sueñan. Son feligreses del templo del consumo.
Bienvenidos al reino de los aspiracionales: esa tribu que se autoproclama clase media solo porque puede pagar Netflix y la cuota mínima de la tarjeta. Son los nuevos pobres disfrazados de éxito, hipnotizados por la zanahoria de la élite que los usa de sirvientes y ni borrachos los invitaría a sentarse a su mesa, salvo para limpiar el piso cuando se derrama el champán.
Seguramente estos son los típicos votantes del nefasto de Milei, Trump, Abascal o del nazi de Kast. Los mismos que aplauden como focas pensando que Xóchitl Gálvez era la salvadora de México, o que todavía justifican a Dina Boluarte, la presidenta de facto que nadie eligió en Perú. Plantillas sobran: los sumisos que se tragan cualquier cuento mientras gritan libertad y pagan intereses usureros para comprarse un celular que los vigila mejor que la CIA.
Los aspiracionales trabajan 40 horas oficiales pero regalan muchas más. Se llevan el trabajo a casa, no por pasión, sino por terror: terror a perder el puesto, a no encajar, a dejar de ser parte de la farsa del progreso que los endeuda más rápido de lo que pueden decir “en 24 cuotas sin interés”.
Esta clase obrera con pretensiones paga su educación y su salud como si fueran lujos, y encima se endeuda para la tumba. Literal. Porque aquí hasta morirse es un gasto que se paga en cómodos plazos. La rueda gira y nadie quiere bajarse, aunque eso signifique vender la vida entera por un futuro que jamás llega.
Y en medio de este show tragicómico aparece la estrella: el “facho pobre”. El que no tiene ni para una silla igualita a la otra, pero se cree socio del millonario que lo explota. Repite como loro lo que dice el panelista de la tele (ese que vive de escupir mentiras) y culpa al inmigrante de su miseria, no al patrón que lo exprime. Grita que lo que falla es el flojo de al lado, nunca el empresario que terceriza todo para pagar sueldos de hambre y venderte productos fabricados afuera al cuádruple de lo que valen.
Viven en guetos verticales, apretados entre deudas, frustraciones y cuotas del retail. No importa que el agua gotee del techo: lo importante es sonreír para la selfi. Aquí el éxito no se mide por felicidad, sino por apariencias. Fingir que te va bien es mejor que estar bien.
Y de paso, que no se te ocurra descansar: aquí se idolatra el sacrificio. Mientras más trabajas, más vales. El que para un rato es flojo, el que reclama es resentido, y el que sueña algo distinto es un comunista peligroso, resentido o zurdo que tanto les gusta usar a un sector para denostar . Si algo falla, la culpa siempre es tuya: no trabajaste lo suficiente, no supiste ahorrar, no tuviste visión. Qué conveniente.
El capitalismo lo logró todo: convenció al explotado de que no lo es, y encima lo convirtió en fan. El vacío existencial se tapa con descuentos, el cansancio con series turcas y coreanas —las venezolanas ya pasaron de moda, dicen, país fracasado— y el odio se redirige hacia el pobre diablo que cruza la frontera, nunca hacia el banquero que pone la trampa.
Así viven los aspiracionales: una tragicomedia a cuotas, sinsentidos disfrazados de “lifestyle” y felicidad empaquetada en promociones. Todos actúan, pero nadie escribe este guión.
Mientras tanto, el shopping sigue ahí, imponente como un altar. No se va a rezar: se va a comprar, a aparentar. Porque todos necesitan creer en algo… aunque sea en el 2x1 del fin de semana.
La trampa está servida: el sistema te culpa por no llegar, mientras te vende la zanahoria del éxito en cómodas cuotas. Y tú corres, corres y corres. Cuando crees que llegaste, ya hay una oferta nueva, una deuda vieja o una frustración envuelta para regalo. Pero tranquilo: hay descuento si bajas la app.