Cuenta la leyenda urbana que en un pueblo del País Vasco hubo una bomba que llegó a tierra pero nunca estalló. La bomba quedó incrustada en el medio de la plaza central del pequeño poblado. Los pobladores sorprendidos y asustados no se animaron a moverla, y mucho menos desarmarla. Allí permaneció años durante el gobierno de Franco como un símbolo aleccionador. Representaba la muerte, el poder del régimen y el castigo a quien se revelara.

Un día de primavera, por la mañana, Julen se cansó del detalle del paisaje que arruinaba la plaza. Buscó herramientas, pidió ayuda que no encontró, y se decidió a desarmar y quitar el artefacto. Las primeras horas trabajó solo, ante la mirada lejana de sus coterráneos. Para el mediodía ya contaba con la ayuda de sus amigos, pues si de algo hay que morir, que sea junto a los amigos. Para la media tarde todo el pueblo estaba en la plaza, expectante y colaborando como pudiera.

 

Antes del anochecer la habían desarmado, subido a una carreta, y decidido que la iban a llevar al pueblo vecino, donde se encontraba la sede municipal de la región. Pero lo interesante de la historia fue lo que encontraron dentro de la ojiva, es decir, la punta o cabeza de la bomba; la parte que viaja del lado de abajo cuando una bomba es lanzada y posee el detonador. Allí, junto a cables y piezas de metal, hallaron un papel manuscrito que contenía solo unas pocas palabras. Pensaron que tal vez indicara el lugar donde fue hecha, sus componentes, o algunas instrucciones de uso, pero de todos modos despertó la curiosidad del pueblo.

Claramente no era en vasco, en castellano, ni en inglés. Era aparentemente alemán. En el pueblo, había una sola persona que podía llegar a descifrar la escritura: Mirentxu, quien de pequeña, por el trabajo de su padre había estado algunos años en Hamburgo. Mirentxu naturalmente estaba en la plaza. Fue solicitada y tomó el papel. Se tomó algunos segundos, que no fueron más de medio minuto. Ordenó en su mente las palabras, la gramática, y para cortar con el suspenso dijo mirando a todos sus vecinos (que al mismo tiempo la miraban en silencio): “Salud. De un obrero alemán que no mata trabajadores”.

Nadie se movió de la plaza las siguientes horas. Discutieron, hicieron conjeturas, e interpretaron de mil maneras el manuscrito.

Finalmente, antes de la media noche, por unanimidad el pueblo decidió que la bomba no se iría, incluso, volvería a su lugar. A partir de ese momento la bomba en la plaza comenzó a simbolizar la resistencia, el fin del miedo, y el poder de un pueblo con conciencia de clase. Todo ello como regalo de un obrero alemán que, en medio de la dictadura nazi, se jugó la piel, y dejó claro que ni el miedo, ni el régimen lo iban a poder hacer matar trabajadores.