Autor: Sebastian Avila

1.

Silvio llega temprano a todos lados. Su ritual es un café antes de cada charla.

Esta vez, el estacionamiento se complica. Por la zona de las embajadas no hay lugar. Dobla en círculos interminables, hasta que al fin, al pasar por la puerta de la escuela, pregunta:

-Disculpa, vengo a dar una charla a las diez. ¿Podré estacionar por acá?

El guardia le señala un Renault diecinueve abandonado.

 

-Ponelo bien pegado, contra el paragolpe, total no se va a ir a ningún lado.

Silvio se pregunta si el guardia sabrá por qué está ahí, de qué se trata la charla. Calcula que no. Casi siempre, en el rubro de seguridad, suelen ser respetuosos con los veteranos.

Ahora comparte mates con la directora y con el profesor de Ciencias Sociales. Siempre intenta sonreír, mostrarse relajado, aunque por dentro, algo tiembla, interminable. Más aún cuando ve a las pibas y pibes sentados, esperándolo como una estrella de cine.

-¿Ustedes se acuerdan lo que sintieron con el tercer gol del Pity?. Los chicos abren los ojos grandes, aplauden, se paran, esperando la conclusión. - Yo sentí eso, mezclado con una tristeza profunda, muy jodida. Era como si me estuvieran mirando todos los argentinos y yo fuera el culpable de haber perdido la guerra. Y a la vez, la alegría de estar vivo, de saber que iba a volver a ver a mi vieja. Nunca volví a sentir ese sentimiento tan extraño.

Hay de todo. Algunos quieren saber si comió una oveja. Otros le preguntan si mató a alguien. A veces, por detrás de la fila de sillas, le parece ver pasar a Soriano o a Mendiolaza. Todavía tienen el uniforme puesto y el casco en la mano.

-La vida es hermosa. No se equivoquen. Nosotros resistimos porque éramos amigos y hermanos en la trinchera. Nunca se sale solo de estas cosas.

El timbre suena como un taladro en su cabeza. La directora cierra pidiendo un fuerte aplauso y las pibes y los pibes se le van encima. Lo abrazan, le dan besos, le hacen más preguntas. El temblor se detiene.

 

2.

Pedro esta aburrido. Las risas de sus amigos resuenan por los pasillos con un eco molesto. Mira el reloj. Faltan dos horas para llegar. Camina lento, rumbo a la proa. Cuando pasa por la puerta de la cocina escucha un sonido latoso que nace de los parlantes.

-Estimada tripulación del Tevenna…- el micrófono acopla- quiero felicitaros por la grandísima tarea realizada.

Pedro escucha, mientras saborea un puñado de boquerones recién robados de la mesada.

-Ningún loligo se ha resistido a vuestra labor. Junto a los dieciséis buques de nuestra flota, hemos arañado el récord histórico de 1995, cuando alcanzamos las 98.400 toneladas.

En algún lugar, la lengua le arde. Tienen más sal de lo que pensaba.

-Hoy volvemos a casa con casi ochenta mil toneladas de calamar en las bodegas y con los corazones repletos de orgullo y alegría. Vuestro trabajo representa más del 10 por ciento de toda la pesca que recibe el glorioso puerto de Vigo.

En la cocina, alguien habla de “éxito” y “aumento” mientras pica interminables kilos de cebolla.

-Como siempre, los invitamos a brindar por vuestra labor, y por el honorable gobierno de las Malvinas, que nos concede sus licencias, año tras año. 

Jacinto aparece desde un costado y le alcanza un vaso de cerveza helada, que apaga la sal del pescado.

-Sepan hacer llegar un saludo cordial a vuestras familias de toda España, que como siempre nos esperan y sostienen, después de tantos días fuera de casa. Reciban también, este abrazo fraterno de su capitán y de toda la conducción de la Flota.

Pedro se lo devuelve mientras siente el calambre, subiendo desde el tobillo. Jacinto lo mira fijo.

-Es normal, después de tantos días de frio.

 

3.

Hoy vino poca gente. Marcos piensa en repetir el arqueo. Debe haber un error. Algo mal en las fórmulas del Excel.

-Un paquete de Phillip Morris y otro de toallitas.

Sonríe, saluda y habla de temas que no le importan. Su mente sigue haciendo cálculos mientras responde que si a casi todo.

-Una petaca de Teacher´s, por favor.

En la puerta, la luz anaranjada del alumbrado público se enciende. Las postales de Valparaiso se iluminan de pronto, contra la pared y Marcos mira el teleférico, bajando del cerro.

En la entrada, un viejo de barba rala lo mira. Es Mockey.

-Están asustados con las noticias.

-¿Y eso qué tiene que ver con mi negocio?

-Nadie sabe lo que va a pasar mañana o pasado con esto del Brexit. Dicen que ya no se va a poder vender tanto pescado ni ovejas.

-Entonces que vengan a comprar por las dudas. Mire si tengo que aumentar los precios de golpe.

-En este pueblo, a ninguna persona se le ocurriría guardar cosas que no fueran turba o whisky.

Mockey enciende su pipa, aunque no este permitido. Marcos aprieta el botón y la cortina comienza a chirrear. Afuera, una señora golpea el vidrio con sus dedos. De adentro le responden con señas, se va.

4.

Annie dobla hacía la derecha, en el camino que se bifurca hacía Darwin. Desde su Land Rover puede ver los cormoranes que vuelan hacia la Isla Elefante. Del otro lado, la hilera interminable de cerros que rodean Puerto Argentino.

La cuatro por cuatro se inclina sobre la banquina. Frena, para escuchar un mensaje de voz.

-No olvides la ropa de Melvin. Te quiero.

Avanza, nuevamente, por el pavimento. El viento hace que el volante vibre, como si estuviera manejando una avioneta. Por la radio anuncian lluvia para la tarde. Aprieta el acelerador y sube el volumen. Esta sonando la voz de Jeremy McDonell, su cantante favorita de música irlandesa.

Now the day bleeds

Into nightfall

And you're not here

To get me through it all

 

Un cartel anuncia que el cementerio esta cerca. No sabe por qué lo hace, pero siempre apaga la radio y baja la velocidad. Las cruces están solas, como todas las veces que pasó por ahí. Eso le da impresión. Cómo si toda esa gente no tuviera familiares, o los tuviera muy lejos, tanto que fuera casi imposible venir a visitarlos.

Esta vez le pareció ver a alguien. Es tarde, pero frena. Apaga el motor y agarra la campera del asiento trasero. Cruza la tranquera y avanza contra el viento del oeste, que a esa hora corta la piel en pequeños tajos.

Hay alguien, hacía el fondo. Una señora bajita, con un pañuelo en la cabeza. Tiene un rosario en la mano y camina entre las cruces con la frente apoyada en los pulgares. Ahora se detiene, delante de una tumba. Envuelve la cruz blanca con el rosario y se arrodilla. Annie se acerca, despacio. Nunca sintió tanto frio. La voz le llega por el aire y se le confunde. ¿Es la señora? ¿Es la radio? ¿O es el viento?

-Ay, hermanita perdida.

Hermanita, vuelve a casa.