El artículo, como su título lo indica, estaba listo para publicar la semana previa a las elecciones del pasado domingo. Por lo cercano de la definición electoral, por lo crítico de su resultado para el futuro del país y en particular de los sectores populares y, fundamentalmente, por lo complejo de encarar discusiones estratégicas en este marco, para colmo atravesado por enfrentamientos internos del peronismo -apenas disimulados por acuerdos exclusivamente electorales-, decidimos postergar su publicación (perdón Capitán!). La idea era que bajada la espuma electoral se generarían mejores condiciones para encarar un debate a todas luces ineludible: deseamos no habernos equivocado, porque del resultado de éste intercambio, de su procesamiento y sus consecuencias doctrinarias depende el futuro de los más humildes. 

Por el Capitán Cianuro

El peronismo enfrenta su crisis más profunda desde el retorno democrático. Entre la desconexión dirigencial, la falta de proyecto y el avance del mileísmo, el movimiento que alguna vez interpretó el pulso del pueblo se debate entre la autocrítica y la resignación.

 

Hay una distancia tan grande entre la dirigencia del peronismo y su propio electorado que ya nadie puede negarla. Esa brecha, que antes parecía impensada, hoy se ha transformado en un abismo que refleja la pérdida de sentido, de rumbo y, sobre todo, de conexión con la realidad cotidiana de los argentinos. El peronismo, históricamente, fue un movimiento capaz de interpretar las demandas sociales y convertirlas en políticas de inclusión, movilidad ascendente y soberanía nacional. Sin embargo, hoy parece carecer de una idea superadora, de un horizonte que convoque y entusiasme.

El “todos contra Milei” puede ser un buen eslogan de batalla, pero si el adversario cae, ¿qué queda por proponer? Lo que más falta es justamente eso: una visión de futuro. Alguien que logre formular una propuesta transformadora, capaz de inspirar, conducir y reconstruir la confianza perdida. Quien encarne esa idea podrá tener el impulso necesario para superar una conducción agotada, más preocupada por conservar espacios de poder que por reconstruir el vínculo con la sociedad.

La actual dirigencia peronista ni siquiera promete. Sus mensajes carecen de fuerza y horizonte. Las promesas son tan bajas que no despiertan esperanza, y eso contradice el espíritu histórico del movimiento. El peronismo fue, en esencia, una fuerza de grandes sueños y realizaciones concretas. Basta revisar la historia reciente para comprobarlo: el Plan Quinquenal de Perón, la recuperación de YPF, la ampliación de derechos laborales o la expansión universitaria bajo el kirchnerismo fueron hitos de un proyecto nacional que hoy parece desvanecido.

Durante el gobierno de Alberto Fernández, esa falta de dirección se hizo evidente. Según un informe de la consultora Synopsis (2023), el 68% de los votantes peronistas consideró que el gobierno “careció de liderazgo y coordinación interna”. Fernández ocupaba la Presidencia, pero su gabinete estaba fragmentado, intervenido por sectores que no le respondían plenamente. Esa ausencia de cohesión derivó en un gobierno sin conducción real, incapaz de dar respuestas coherentes a las demandas sociales y económicas.

Si el peronismo no reconoce ese fracaso con honestidad, será imposible volver a conectar con la gente. El autoengaño político ha sido una constante: creerse pueblo sin escuchar al pueblo, proclamarse movimiento sin movimiento.

Pensemos en Néstor y Cristina Kirchner. Si hoy surgiera una figura con el mismo ímpetu transformador que Néstor en 2003 o la convicción que Cristina mostró en 2008, probablemente sería rechazada dentro del propio espacio. Una Cristina con la audacia de entonces sería expulsada por incomodar la estructura actual. Esa reacción refleja hasta qué punto el peronismo perdió su capacidad de renovación y su espíritu rebelde, aquel que alguna vez desafió al poder económico y al FMI para defender la soberanía nacional.

La mística se ha diluido, y con ella, el alma de una Argentina que atraviesa una crisis profunda. El país se encuentra hoy bajo la conducción de Javier Milei, un líder que capitaliza el hartazgo social, el resentimiento contra la política tradicional y el fracaso de las gestiones anteriores. El fenómeno Milei, más que una irrupción, es la consecuencia de un proceso de desgaste que el peronismo nunca quiso asumir.

Este año, la discusión más intensa dentro del movimiento giró en torno a si desdoblar o no las elecciones. Un debate estéril que no le importa absolutamente a nadie fuera de los círculos de poder. Mientras tanto, la pobreza alcanzó el 57,4% según el Observatorio de la Deuda Social de la UCA, y la inflación interanual superó el 180%. Frente a semejante escenario, el peronismo se enredó en tácticas electorales en lugar de discutir cómo reconstruir el futuro.

No se enfrenta solo una derrota electoral, sino una derrota política, cultural y moral. El resultado de las últimas elecciones lo dejó claro: entre Bullrich y Milei sumaron más del 60% en la primera vuelta (Datos: Cámara Nacional Electoral, 2023). Esa cifra expresa un rechazo profundo hacia lo que representa el peronismo actual. La sociedad ya no lo percibe como alternativa de esperanza, sino como símbolo de estancamiento.

Paradójicamente, una de las mayores fortalezas de Milei es que su adversario principal sigue siendo el peronismo. Pero si no se produce una renovación sincera —con autocrítica, apertura y un nuevo proyecto de país—, el mileísmo seguirá creciendo sobre sus ruinas.

El desafío es monumental: reconstruir una identidad política capaz de entusiasmar, volver a hablar el idioma del pueblo y ofrecer un horizonte de justicia social y desarrollo nacional. La tarea implica recuperar el sentido ético de la militancia, modernizar el pensamiento económico y abrir espacio a nuevas generaciones que no arrastren la lógica del aparato.

Como advirtió Jorge Alemán en su ensayo Capitalismo: Crimen perfecto o Emancipación (2024), “el peronismo perdió su potencia simbólica cuando se olvidó de que era una pasión por lo imposible, una apuesta por lo que no tenía garantías”. Sin esa pasión, lo que queda es pura administración de lo perdido.

El 26 de octubre no será una fecha cualquiera: puede ser el punto de partida de una reconstrucción o el cierre definitivo de un ciclo histórico. Todo dependerá de si el peronismo se anima a mirarse al espejo y reconocer que el problema ya no está afuera, sino adentro.

El futuro no se construye con consignas vacías ni con nostalgias del pasado. El país necesita una nueva épica, una que recupere la sensibilidad social y la audacia transformadora que alguna vez hicieron del peronismo una fuerza de esperanza. De lo contrario, la historia lo juzgará como un movimiento que, habiendo nacido del pueblo, terminó dándole la espalda.