Por Juan Forn, publicado en Página 12 el 06/03/2020

Cuando leí los diarios de Piglia me hipnotizó un personaje que aparece en el primer tomo, a quien Piglia (debería decir Renzi, como dice él) conoce cuando ambos cursan el secundario en Mar del Plata. “Cacho Carpatos es rubio, elegante, ávido de vivir la vida, era de una inteligencia luminosa pero sólo le interesaban las motos de alta cilindrada”, dice Renzi sobre él. Al terminar el secundario se pierden de vista. Tres años después se reencuentran en un bar y Carpatos le informa que se dedica a robar. Profesionalmente. No lo hace por plata; lo hace por desprecio a la ley y al concepto de propiedad privada. Se especializa en autos y casas de ricos. Durante el año opera en Buenos Aires y, cuando llega el verano, sigue a los ricos a sus mansiones en Mar del Plata. Es un ladrón de guante blanco, aunque tiene las manos cuarteadas, rotas, de forzar ventanas, trepar paredes y manipular cables en sus afanos. A veces suelta comentarios telegráficos sobre el tedio de vivir, o los riesgos insensatos que corre en una entradera para gastarse después enteramente el producto de lo robado en una mesa de póker o en la ruleta. Renzi describe un amanecer epifánico de los dos en las ramblas, después de salir con los bolsillos pelados del Casino.

Carpatos es de una generosidad total con su amigo: cuando Renzi decide trasladarse de La Plata a Buenos Aires le presta un departamento sin cobrarle alquiler y se le aparece con un Mercedes Benz robado para ayudarlo en la mudanza. Inauguran en ese viaje una costumbre: Carpatos lo pasa a buscar, siempre de noche, siempre en autos robados (“A doscientos kilómetros por hora, la vida es más limpia”) y dan vueltas por la ciudad dormida hablando de política. Renzi es el que habla: de Lenin, de Gramsci, de Brecht (“¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?”), del desencuentro entre peronismo e izquierda en Argentina. Carpatos asiente en silencio o hace preguntas precisas, inteligentes, mientras toma curvas a fondo, en dos ruedas.

Cae preso varias veces pero siempre logra salir, toma cada vez más anfetaminas, crece su paranoia a la delación y su desdén por los policías que le sacan la plata, lo fajan y lo picanean. Un día Renzi ve en los diarios una foto de su amigo y se entera de que ha ido a parar a Devoto. Va a visitarlo a la cárcel, le lleva cigarrillos y latas de comida, pero: “Cada vez que voy a visitarlo es él quien me reconforta”. Gorki decía que la cárcel era la universidad de los revolucionarios. Carpatos le dice a Renzi: “Dormir es una fuga, para el que está preso”. Poco después lo trasladan a la cárcel de Dolores. Renzi empieza a visitar cada vez menos al amigo tal como se va dejando de leer poco a poco a un poeta antes venerado. Cada reencuentro es un distanciamiento, hasta que termina ese primer tomo de los diarios, el de “los años felices”, y sobrevienen los ’70 y el silencio sobre Cacho Carpatos.

En el segundo tomo sólo hay una mínima y aislada mención a él: “En los años pasados mi héroe fue Cacho Carpatos. Desde hace un tiempo, la figura que está bajo mi mirada es otro hombre de acción: el revolucionario clandestino que trabaja en las sombras para provocar el viraje de la Historia”. Carpatos no aparece más en los diarios de Renzi, ni en el segundo tomo ni en el tercero y último. Pero en un comentario de Piglia a su famoso cuento “Las actas del juicio”, escrito en los años 60, dice: “En aquel tiempo yo vivía en la casa del Tata Cedrón, un conventillo en la calle Olavarría, en La Boca, y en una de las piezas se lo leí, una noche, a la banda que acampaba con nosotros, los únicos lectores que me interesaban”. Procede entonces a enumerar esa lista de amigos, y ahí aparece el nombre real de Carpatos: Juan Carlos “Cacho” Scarpati.

Se ignora en qué momento pasó Cacho Scarpati de ladrón de guante blanco a militante revolucionario. Se sabe que en 1971, cuando ya tenía treinta y dos años, ingresa en las Fuerzas Armadas Peronistas. Se especializa en robos a bancos, que solventan las demás actividades de la organización. Cansado de las discusiones entre las FAP y el Peronismo de Base, se va a Montoneros, donde alcanzará el grado de oficial primero, con el nombre de guerra “El Loco César”. Fue apresado el 2 abril de 1977, en una cita “cantada”. Resistió a los tiros hasta que se quedó sin municiones. Le habían metido nueve balazos. Permaneció veinte días en coma, atendido por dos prisioneras que eran médicas, a las que les pedía en vano que lo ayudaran a morir. Dos de los balazos que había recibido, uno en la boca y otro en la mano derecha, le impedían (o lo salvaban de) hablar y escribir. Cuando estuvo listo para enfrentar interrogatorio ya había ganado el tiempo que necesitaban sus compañeros para escapar. No por eso lo privaron de tortura. Lo trasladaron a El Campito, el mayor centro clandestino que tenía el Ejército, donde su resistencia y su entereza le ganaron el respeto de sus captores, que lo pusieron a hacer tareas de limpieza.

Parecía quebrado. En realidad, estaba memorizando todos los detalles que podía del centro de detención, porque sabía que la única manera de salir vivo de ahí era escapándose. Cuando llevaba cinco meses secuestrado, lo subieron a un auto rumbo a La Plata, porque otro preso había dicho que él podía identificar el lugar donde había funcionado una radio clandestina. Se mantuvo la mayor parte del viaje en silencio, pensando: “Ahora o nunca”. Por ser preso viejo, no lo llevaban esposado. En una distraccion de sus guardias, le arrancó el arma a uno y se tiró del auto, salió corriendo hacia una persona que estaba estacionando en la esquina, la hizo bajar a punta de pistola y huyó en ese auto. Antes de entrar en Capital lo abandonó y robó otro. En Constitución comenzó a perseguirlo un patrullero, con el cual se tiroteó antes de abandonar el vehículo cerca del Parque Lezama. Logró llegar a casa de unos amigos y rogó que le trajeran a su hijita; temía que la tomaran de rehén para que él se entregase (no se equivocaba: su suegro y su cuñado fueron secuestrados cuando no encontraron a su hija). Cruzó con ella a Brasil y de ahí a España, donde rompió con Montoneros y se fue a vivir a un pueblo en la montaña, lejos de todo.

En 1979 hizo su primera denuncia pública ante la Comisión Argentina de Derechos Humanos. Dibujó planos, detalló nombres y apodos de interrogadores y guardias. Describió las sesiones de tortura, que incluían picana, submarinos, palizas y hasta ataques con perros de guerra. Dio también los nombres de todos los prisioneros que llegó a conocer. Continuó con esa tarea durante las tres décadas siguientes: ya en democracia recorrió los restos de “El Campito” con la Conadep y fue uno de los testigos decisivos en la megacausa Campo de Mayo. Me contaron que en los años menemistas volvió a robar y que los botines obtenidos en esos afanos servían para pagar la comida de un barrio carenciado, en el cual siguió militando hasta que el cáncer lo volteó, en 2008.

Ignoro si fueron aquellas charlas con Renzi, o su paso por la cárcel, o alguna otra cosa fue lo que llevó a Cacho Carpatos a la militancia pero, allá donde esté, yo lo saludo y les pido a ustedes que lo conserven en su memoria.

 

                                                                                                                           Para Fito Bergerot