Por Horacio González, publicado en la revista digital "La Tecl@ Eñe" -  https://lateclaenerevista.com

Es momento de preguntar si el peronismo está ahora en la situación de pensarse como un absorbente social de posibilidades de antemano no incluidas en sus yacimientos ya probados, o si es un disperso refugio que la circunstancia electoral ha armonizado, de manera fortuita. Sin embargo, prueban que esto no es así las nuevas interpretaciones que saben que se enfrentan con un mito, y lo hacen viendo esta conjunción mítica desde su lado de inspiración a la novedad política y a la creación artística.

 

 

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Es evidente que se ha producido un temblor en las plaquetas ideológicas de la sociedad argentina, y lo hemos percibido en estas agitadas semanas. Y esto, también, en relación al peronismo. Nombre sin centro ni contornos, que se muestra ahora con la facultad de interesar a una nueva legión de militantes, esto es, a una fracción importante de la juventud universitaria y popular movilizada. Si no retuve mal la frase, cuando le preguntaron a Kicillof si era peronista su respuesta fue que es peronista todo aquel que se considera peronista. Y si no perturbo demasiado el sesgo de su respuesta, estaríamos llegando entonces a un estadio absolutamente nominalista en cuanto a la cuestión de las identidades políticas. En lugar del precedente enfoque sobre contenidos, programas y legados, la identidad se ubicaría en el punto determinante en que cada individuo elige una carátula electiva para nombrarse. Es por supuesto un acto de inscripción, que pertenece a las más notorias teorías de la época respecto a lo que consideramos el acto definitivo de considerar al yo público bajo una insignia reconocible. Se “entra” así al peronismo o se reconoce que “siempre se lo había sido”, a pesar de haber sido en algún momento anterior indiferentes a sus marchas y blasones, o incluso nombrándose de otras maneras vecinas a la que ahora está en danza, por ejemplo, de centro izquierda, progresista de izquierda, demócrata social o kirchnerista. Néstor Kirchner, en su momento, imaginó un “centro izquierda”, intentando darle un rostro frentista al peronismo, con una terminología que pesaba notoriamente en esa hora inaugural.

El problema es antiguo y me propongo tratarlo, si bien rápidamente, sin eximirme de algunos ejemplos que no cesan en la rememoración que, de tanto en tanto, aparece en la conciencia como una sigilosa llamada. Carlos Olmedo, que era un filósofo dotado, en un famoso reportaje en los años 70, había afirmado que la fuerza insurgente en la que estaba enrolado, no comenzó definiéndose como peronista, pues actuaba en el ámbito de urgencia de las izquierdas que en el momento poseían las formas más drásticas de la movilización. Pero llegó el momento en que afirmó que “siempre habíamos sido peronistas”, es decir, sin antes pronunciar esa palabra y sin saberlo, incluso creyendo lo contrario, había una razón retrospectiva que habilitaba un peronismo antedatado.

Era comprensible esta acción retrospectiva, porque se ponía en marcha un recurso dialéctico de la conciencia de izquierda, donde se había pasado por alto la “certeza sensible”, y se la recuperaba en un movimiento retráctil. Entonces, cada pasado de alguien que había sido otra cosa, queda sometido al veredicto del presente. Es la decisión del presente crear antecesores a su semejanza, ese ser peronista, lo que arrojaba una luz fenomenológica hacia atrás, siempre lo habíamos sido. Eso decía el filósofo Carlos Olmedo -que titila en lo que suele llamarse ahora “melancolía de izquierdas”-, inspirado de alguna manera en Cooke. Este, por su parte, no lanzaba su mirada hacia un pasado que tenía que rehacer, pues su destino comenzó en el nacionalismo económico y concluyó en la izquierda latinoamericanista, siempre desde el pliegue más interior del peronismo, pues siempre lo había sido. Existencialista, llamó destino o anatema al peronismo, y lo vio “imposible pero necesario”, para usar la fórmula ya no existencialista, sino derrideana, que empleó Ernesto Laclau para decir lo mismo. Laclau se movió entre ingredientes gramscianos y derrridianos. Pero su manera de exposición, sumamente atrevida y elegante, lo convertía prácticamente en un retórico nominalista y en un hombre amigo de los grandes debates, entre los que se destacan los que mantiene con Toni Negri y Zizek. Se interesó por el lacanismo, los místicos medievales, el pensamiento de Trostsky y Sorel, los procesos latinoamericanos, y a todas estas realidades históricas las sometió al agudo examen de un estilo de interpelación política, que llamó, tomado de la lingüística del siglo XX, “significante vacío”. Con ello se lanzó a interpretar al peronismo bajo la máscara del populismo, de la que retiraba su habitual sentido peyorativo.

No correspondía este concepto de significante, proveniente de la lingüística estructuralista, a la idea de conducción política del peronismo, que era un significante que admitía toda clase de reinterpretación, pero de otra manera. La interpretación correspondía a un tiempo demorado, hasta el momento en que se escuchara el veredicto definitorio, siempre implícito e incierto, del portador del nombre. Podríamos decir que Perón dejó durante 18 años su nombre en suspenso, y fue en el exilio que la conducción política tuvo su máximo acercamiento al significante vacío, pues vivió quizás su momento de mayores satisfacciones porque exilio y significación vacía se entretejen mutuamente. Realmente había una izquierda y una derecha que eran portadoras del mismo nombre, cantaban las mismas marchas y devocionaban igualmente a Evita, pero a ese rumor de fondo que solo transmitía elocuentes fórmulas contrapuestas, Perón lo tradujo a su propio nombre unívoco, con una elección que a su retorno sabemos cuál fue. Al recuperar su propio nombre, decidió dejar sin posibilidad material de usarlo a su ala izquierda, aunque ésta seguirá usándolo. Se puede seguir usando una marca, un sello, una identidad, pero es palpable cuando el derecho a su uso queda perdido, entre brumas.

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¿Se podría decir que este fue un fracaso de la conducción política? De algún modo sí, pues ella precisaba la latencia de un conflicto, para comprobar que si ese conflicto era entre sistemas de ideas, siempre podría ser atraído a ese “más allá de las ideologías”, donde habitan los hombres con sus actos reales, sus economías existenciales, por decirlo así, donde bastando decir un nombre, la diferencias se ponían en una pausa que podía ser tan duradera, que concluyera con la fusión definitoria del “ideólogo” en la trama del conductor. Acciones conceptuales como la de Carlos Olmedo, por no hablar de la de Cooke, navegaban en esa incertidumbre, pues no deseaban agotar el ciclo moderno de las ideologías, pero para ello interpretaban su adhesión o condescendencia con Perón con los conocidos fundamentos de que en esa urdimbre por él representada, estaba la clase obrera, insignia y precinto de la revolución. En ese sentido eran también nominalistas, pero con tintes historicistas y en la época en que el sector obrero de la sociedad todavía se reconocía a sí mismo como una conciencia que en el momento que correspondía, podía volverse colectiva. Es difícil ahora definir la conciencia del conductor (lo que León Bloy llamó “el alma de Napoleón”) primero porque Perón cuidó de que hubiera un legado diseminado al infinito, tanto cuando dijo que su heredero era el pueblo, como cuando le confió a Cooke la totalidad del mando, “su palabra será mi palabra”. En ambos extremos cabía una idea de la muerte del Pontificex Máximum, cuya prosecución en la historia podía encarnarla un individuo concreto o todos los individuos que habían seleccionado ese nombre, que provenía de la única fuente posible que podía darle un sentido final, permitiendo un ramillete de significaciones, de las más variadas.

En los años 60 se llamó “nacionalización de la clase media”, al amparo de las lecturas de Jauretche, Ramos y Hernández Arregui, entre otros, al tránsito de las juventudes de izquierda hacia el peronismo. Se presuponía que los trabajadores sostenían sin restos anómalos los enunciados del peronismo y que la clase media, al revés de los estilos cognoscitivos del marxismo, era la que estaba alienada. Pero se producía una fisura que rompía el cuadro unánime que la había llevado a un izquierdismo abstracto o a un gorilismo obstinado, y sus hijos desenrollaban a la inversa que sus padres, el hilo de la historia. Muchos se encontraban con otro nombre, Montoneros, que también provenía de los textos del revisionismo histórico que devastaba la tabla de valores canónica de liberalismo, para explicar el siglo XIX argentino. Hace cuatro décadas, esa “nacionalización” era un tránsito social, por el cual se explicaba una torsión colectiva de conciencia tal como en la centuria anterior el marxismo había explicado que sectores de la burguesía “asumían la ideología obrera”

Ricardo Piglia, entre las tantas ironías suaves que cultivaba, pero de sentido profundo, bien lo recordamos, solía lanzar una humorada de severo trasfondo. En países donde reina una violencia irracional, tanto basada en el odio Inter clase como en la presencia del último goce del perverso, el tirador especializado que entra a colegios y shoppings para matar en una atmósfera de sentido trágico y suprema gratuidad del crimen, Piglia colegía que allí, en ese síntoma profundo de disgregación de la vida colectiva, “no había existido peronismo”. Era poner al peronismo no tanto en la tercera posición, la comunidad organizada o las veinte verdades -sus lingotes conceptuales-, sino como amortiguador social en primera instancia. No es que la historia efectiva que vivimos certificara enteramente esto, pero esta reposición de un peronismo que se anudaba con una afectividad interna en la sociedad, superior a una superestructura de agresiones políticas, todo ello era coincidente con al ascenso de las tesis comunitaristas en las ciencias políticas, los multiculturalismos antropológicos y las filosofías del deseo como ligamen primero de los vínculos sociales. Por cierto, el enigmático texto denominado La comunidad organizada de Perón, o atribuido a Perón (lo que lleva a un tema que no modifica en nada el tratamiento de la argumentación de ese escrito) es una postulación humanista espiritualista, que incluye una política de fines prácticos, materialmente subordinados a una ética del común.

 

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En las propias palabras de Perón dichas en el congreso realizado en Mendoza en 1949: “Los rencores y los odios que hoy soplan en el mundo, desatados entre los pueblos y entre los hermanos, son el resultado lógico, no de un itinerario cósmico de carácter fatal, sino de una larga prédica contra el amor. Ese amor que procede del conocimiento de sí mismo e, inmediatamente, de la comprensión y la aceptación de los motivos ajenos”. Había terminado la guerra, convenía el amor comunitario y no la angustia como síntoma de autenticidad. Se crítica allí a la “náusea” -Sartre había publicado dos años antes esta novela existencialista-, pero el albur histórico haría que fueran los existencialistas argentinos los primeros en salir a criticar el golpe del 55, por lo menos en el mundo intelectual. Se comenzaba a ver el peronismo caído, por parte de la crítica cultural de izquierda, como una manifestación de una rebelión donde los mártires proletarios asumen su comedia de salvación, eligen una libertad a la que están condenados, e incluso hay una palabra de absolución para el “malditismo” y la “bastardía” de los exponentes máximos de ese movimiento, el propio Perón y desde luego, Evita. A su vez, Cooke pertenece a esa misma torsión del pensamiento, donde el peronismo aparece no tanto como un vitalismo -situación que sucede ahora, en especial a través de los argumentos actuales de María Pía López-, sino como una experiencia de crítica a la razón instrumental. Por lo tanto, debería oponérsele una razón dialéctica que primero reconociera en la identidad peronista una antítesis general del capitalismo, y luego una necesidad de retirarle sus rasgos de burocratización que serían la negación de ese sentimiento adverso al mundo de dominio del capital. El cookismo se transforma así en la negación de la negación, conocida también como hecho maldito, lo que Oscar Masotta había refrendado también con la frase dirigida a las muchedumbres peronistas: “tenían razón en su manera de estar equivocados”. Se refería así las acciones de violencia del peronismo contra los símbolos religiosos, que no impartían catecismos cristianos sino cuartillas golpistas.

La cuestión de la burocratización siempre fue un asunto proteico en el peronismo. Durante los gobiernos del peronismo clásico se trataba de una capa dirigencial de extracción popular que conservaba ese signo, pero transmutado a un nuevo sistema de jerarquías. Puede verse la foto del sepelio de Eva Perón, con su cadáver en una cureña militar empujada por personas con impecable camisa blanca. Son los descamisados vestidos de gala, imbuidos del grave ceremonial. El peronismo en el Estado fue en verdad una burocracia ceremonial, que convivió con toda clase de tumultos internos, cruzados de luchas intestinas que impedían cristalizaciones definitivas. El renunciamiento fue un inexorable episodio donde el poder de las multitudes choca con los endurecimientos ceremoniales. Las dos cosas eran intolerables para los representantes literarios -es decir, de clase, como aceptaba Marx en el 18 Brumario-, del ideario liberal. La pieza titulada La fiesta del monstruo de Borges y Bioy, construye una lengua artificial macarrónica para señalar la invasión que estaba sufriendo lo que David Viñas llamó la “ciudad liberal”. El propio Viñas, Walsh, Perlongher, Lamborghini, responden a esos ataques de la aristocracia intelectual en lengua emancipada y no partidaria, señalan esa burla tan oscura como formidable de los dos escritores que serían los perseverantes adalides de la revolución que -por uno de los tantos equívocos a los que se resiste a abandonar el país-, se llamó libertadora.

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En los últimos años se escucharon varias tesis sobre la llamada “vigencia del movimiento nacional”. Este sería, como lo hubiera querido Marechal, un organismo que, como una inalterable serpiente, cambiara sus peladuras cíclicamente sin dejar de acatar su invariante constitutiva. Así, se podría establecer una genealogía que iba desde los caudillos federales del siglo XIX, el informe Bialet Massé, la obra de Ernesto Quesada, el Yrigoyenismo, el 17 de octubre del 45 (con el retruécano que adosaba Ramos, “Octubre del 17”), la resistencia, el retorno de Perón en su Nostos (el retorno a casa del navegante, paladín en desgracia), el sacrificio de la guerrilla (un único panteón que se enclavaba en la imaginación histórica, entre las dos ramas de la insurgencia armada, la peronista y la guevarista), el interregno alfonsinista, el menemismo como algazara neoliberal carnavalizada con las patillas de los jefes territoriales del siglo XIX, embrionarios representantes de un capitalismo que no sin cierto esfuerzo, podría calificarse de nacional. Y luego el kirchnerismo como una nueva fase del “movimiento nacional”, que trae a la consideración pública los derechos humanos, temas antagónicos al neoliberalismo, pero la enunciación de un capitalismo serio, y junto a ello una inusitada apertura a un temario que, de ese modo, nunca había figurado en la lengua clásica del peronismo.

Antes de esto, se erguía un movimiento social que postulaba no tener límites para su totalización, y que de por sí creaba fuertes antagonismos a causa de su pretensión de unidad, entendida como hegemonía y completud. Surgieron terminologías alusivas a los problemas que surgían de ese logro totalista en los años 60. El “entrismo”, que desde el trotskismo dejó en el peronismo rastros reconocibles en los avanzados programas de La Falda y Huerta Grande. Y la contrapartida, luego, de los “infiltrados” o “anticuerpos”, expresiones que exhibían un espíritu depurador en contraposición a las amplitudes de los tiempos inmediatamente anteriores.

La tesis de que hay un movimiento nacional con diversos rostros y una viga maestra que asegura su continuidad invariante, trae consigo los componentes de un “esencialismo” que precisamente con ese nombre, desde hace varias décadas es condenado por los círculos académicos de todo el mundo. También llamada sustancialismo, esta acción condenatoria se hace en nombre del reconocimiento de la singularidad, la diseminación y la ruptura necesaria de las continuidades históricas, que luego podrán estudiarse recomponiendo series o genealogías. No se puede decir que estos movimientos masivos de la academia mundial de las ciencias sociales, no hayan influido en la consideración del kirchnerismo como una fase enraizada en el peronismo, pero de carácter autónomo desde el punto de vista de su condición genealógica. El kirchnerismo, innegablemente, avanzó en temas que se dieron en llamar “emancipatorios”, gracias a que vio en su pasado peronista no el síntoma de lo que había que continuar literalmente, sino de lo que había que hacer parte de una memoria fértil y abierta, rozando alegóricamente temas antiburocráticos y no pocas veces, como señaló Eduardo Rinesi, jacobinos.

 

Al kirchnerismo se le dirigieron las acusaciones de corrupción, que provenían menos de hechos realmente ocurridos, que del modus operandi del nuevo poder comunicacional que en las últimas décadas se había configurado como decisor en última instancia de todo juicio de orden moral, y sobre todo, de orden económico, en vista de que se llama también corrupción a la disminución de los alcances del poder financiero, cuando el kirchnerismo pasó los fondos de pensión a la administración del Estado, entre otros hechos de este tenor.

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Es larga la historia del concepto bíblico de corrupción, diferenciado entre hechos realmente ocurrido en las entrañas del Estado en conjunción con las grandes corporaciones, y su empleo como ariete simbólico y conceptual para derribar gobiernos populares. Hubo en escena mucho más de esto último, pasado por pseudo investigaciones que como hoy está claro, revelaban en primer término la complicidad judicial con los altos mandos comunicacionales. El kirchnerismo fue víctima privilegiada de estos ataques destinados a derribar el auto sustento ético de toda una movilización social, para lo cual violaron procedimientos judiciales y rompieron las ya deterioradas modalidades de actuación del aparato legal. El castigo fue sistemático, día a día, encabezado por un grupo de fiscales trogloditas a la manera de Sergio Moro, portadores o no de armamento en el sobaco, jóvenes ambiciosos o viejos carcamanes de los tribunales con prontuario propio, auto eximidos de sus manipulaciones por su conocimiento de la infinita reticulación de excepciones sobre sí mismo, que permite el conocimiento de la ley solo a través de intenciones tortuosas. El macrismo comenzó su carrera también con personajes que actuaban en su momento en el peronismo. Ocuparon cargos importantes, y a último momento, el mismo jefe de la bancada de senadores peronistas fue vicepresidente de Macri en la última a elección. Por un lado, había peronistas en el macrismo y ciertos antecedentes neoliberales en el peronismo. De modo que el entrecruzamiento de identidades revelaba hasta qué punto el complejo identitario de la sociedad estaba alcanzado por un silencioso pero gigantesco estallido interior.

A este debe agregarse que el  fuego graneado con cañones de 105 milímetros de la red comunicacional global, en torno a la “corrupción kirchnerista”, provocó que el peronismo y su proclama de unidad, por más problemática que fuera dado su dispersión espectral, se convirtiera en un refugio que permitía una provisoria inmunidad ante la insaciable carnicería de los Leuco o los Majul, emisarios del giro portentoso de una porción de la sociedad hacia el acatamiento a esos ávidos sermoneadores, que como el búho de minerva comenzaban a volar desde el atardecer con sus prédicas moralizantes, como latigazos de monjes extraviados. Kirchner y Cristina venían de los climas de los setenta, pero, aunque hoy parezca lejano ese drama, era un momento en que había que elegir entre proseguir una política por la vía de las armas o retirarse en nombre de un indicio de realidad, ante lo que aparecía como desmesurado, sino imposible de ese intento (en el que se embarcaron los que hoy son nuestros mártires). Hubo pues, visto de esa manera, la decisión de cuestionar la vía armada sabiendo que la fidelidad a los que transitaron hacia el abismo, quedaría a cargo de los que con sensatez y no sin dolor escogían la espera de que reaparecieran los clásicos instrumentos de la política. Al término de esa espera comenzó el gobierno de los Kirchner, con ese mandato a cuestas, y no es ajeno su cumplimiento al modo que procedió ese gobierno, llamando la atención de viejos y nuevos militantes. La decisión de nombrar como “Cámpora” a la agrupación juvenil que surgía es sugestivo, nombre que recordaba un debate sordo con Perón, menos por la propia voluntad de Cámpora, que por su inclinación a poner una historia más convencional, la suya, al servicio de una escucha de nuevas voces que no eran convencionales.

 

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Por razones comprensibles -y digamos: también incomprensibles, porque ningún acto político puede ser comprendido en su totalidad-, Cristina produjo un hecho que podríamos situar en la categoría del don. Este don parte de una situación entre el ser y la nada, es el ser que se traslada a la nada. Da sin pedir, y se recluye en un papel de menor significancia al adquirido muy notoriamente. Esto tiene consecuencias diversas, por un lado, de entrega de bienes materiales y simbólicos sin contrapartida exigida. Por el otro lado, el efecto de anonadamiento del que da, que se convierte en otra forma de poder. El poder de la que ha dado sin reclamar. Y que, por ese hecho, se ubica en un vacío de retribuciones. No es fácil este movimiento de signos, a diferencia de los que creen, como el Financial Times y compañía, de que gobernará ella en vez de alguien que ella puso de fachada. Siempre estuvo claro que no era así y al mismo tiempo no está claro cómo será. Esto último es interesante. Un don generó un hueco que debe ser correspondido sutilmente, porque quien lo otorga dejando en otras manos la materia que posee, no la pierde, sino que comienza a tenerla en otra forma y en otro estado de la realidad simbólica. No es posible saber de antemano cómo funcionará este pase entre un poder y un meta poder, que si se insuflan mutuamente, pueden generar novedades políticas de las más interesantes, por lo que hay que cuidar que aparezcan. Es una difícil trama, que se podría considerar del tipo de una contingencia radical, que quizás pueda renovar todo el aparato político argentino, y por consiguiente su economía y sus estructuras de intercambio de toda índole.

En una situación de estas, además de ser parte de una campaña electoral, todos cambian por efecto de las circunstancias, que consisten en que se está delante de una variedad inusitada de interlocutores, de carácter heterogéneo en cantidad y calidad. Se siente a diario el abismo del yo. Esa es la campaña, derroche de símbolos y funcionamiento del don. Hay entonces un tipo de cambio que no es el que malversó como palabra el actual gobierno cadente, pues se trataba para ellos, los macristas, simplemente, de trabajar sobre los hartazgos automáticos de cualquier sociedad emplazada sobre sus propias ruinas e imposibilidades. Hay otro cambio, llamémoslo mejor mutación.  Es la mutación del militarismo utópico social de los insurgentes del 70 y de la parte minúscula de estos mismos que forman en las filas del “cambio” dirigido precisamente a masacrar metafóricamente esas identidades anteriores con la contraposición actual. Llegando incluso al ejemplo extraordinario de una notoria ministra de vestir uniforme de las fuerzas armadas, que son la conclusión absoluta de un periplo circular en la que quedó cabeza para abajo. Representa un motivo esencial. ¿Cambia la época porque cambian los personajes o a la inversa? ¿Y si aceptamos el concepto de que los tiempos cambian, debemos cambiar con ellos o convertirnos en trastos anacrónicos que tienen solo un rezongo a su disposición? Este cambio es un cambio avieso. Se desea oscuramente ser lo otro de lo que se fue, si es que se lo fue. El cambio efectivo sucede no bajo explicaciones racionalizadas sino porque se dialoga siempre con los obstáculos que otros producen y que producimos sobre nosotros mismos. Ambos obstáculos confluyen y somos finalmente lo que hacemos con ellos, llamando a ese hacer, el módulo de transiciones coherentes que tenemos a nuestra disposición.

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En suma, es momento de preguntar si el peronismo ahora está en la situación de pensarse como un absorbente social de posibilidades de antemano no incluidas en sus yacimientos ya probados, o si es un disperso refugio que la circunstancia electoral ha armonizado, de manera fortuita. Sin embargo, prueban que esto no es así las nuevas interpretaciones que saben que se enfrentan con un mito, y lo hacen viendo esta conjunción mítica desde su lado de inspiración a la novedad política y a la creación artística; no desde su otra cara de inhibición de la acción devorada por un rito disecado, pues también los ritos segmentan el vínculo vital. Pero, a veces lo resguardan para que en otras jornadas se revivan.

El descubrimiento de formas nominalistas o vitalistas en los rocallosos rituales es parte de todo esto. La comprensión de que sobre un mito pueden establecerse nuevas ondas conceptuales y no sucumbir en su interior. Un discurso de Cristina en Tucumán, que compila una comisión de Tafí Viejo, cuyo tema es “no soy yo el problema”. Esta declaración encarna de una forma íntima y a la vez testimonial, este dilema. Hay un legado peronista, hay una historia. “Ese es el problema al que se enfrenta el orden conservador”. Y su cordón umbilical es la historia del movimiento social argentino. El discurso es de 2015, pone al peronismo en una larga lista hereditaria y lo hace en términos de aquel Otro que caracterizó los discursos de aquel momento, hace ya casi cuatro años que parecieron un siglo. A punto de concluir esta trama de pobres aventureros de la política que se basaron en sus trapisondas empresariales para calcinar mentes y corazones, esperamos que los nombres que ha pronunciado la historia social argentina sirvan para una nueva disponibilidad, fieles a sí mismos en la medida que se abren hacia sus fisonomías desconocidas de lo que ellos mismos encarnan. En eso. Antes que sobre protocolos de admisión a nuevos estamentos que aquel mencionado Orden conservador, que puede estar configurado para administrar esta nueva aparición de lo popular que yacía disgregada. Hay muchos indicios de que esto no podrá ser así y que no será así. Si tenemos en cuenta esto, no podemos sorprendernos de que ser peronista sea, en una medida muy evidente, preguntarse qué es ser peronista. Ese estado de pregunta, traducido a un estado de cuestionamiento sobre sí y sobre el mundo histórico, puede ser el linaje que estos nuevos tiempos recojan, de este recorrido tan singular.

 

Buenos Aires, 20 de agosto de 2019

*Sociólogo, escritor y ensayista. Ex Director de la Biblioteca Nacional. Director de la filial argentina del Fondo de Cultura Económica.