La victoria de Axel Kicillof en la provincia de Buenos Aires deja al descubierto las debilidades del proyecto libertario. La política vuelve a mostrar que no se construye con odio ni con improvisación, sino con gestión, sensibilidad y arraigo territorial.
Por Capitán Cianuro
La motosierra es una herramienta peligrosa, el odio es un sentimiento que ciega y los dioses ciegan a quienes quieren perder. En Argentina, esa metáfora encontró su encarnación en la derrota de Javier Milei en la provincia de Buenos Aires, donde Axel Kicillof (PJ) se impuso por 14 puntos y conquistó 99 de los 135 municipios. Más allá de la aritmética electoral, lo que está en juego es el sentido mismo de la política argentina y el límite de un proyecto que ha hecho del enojo y la antipolítica su bandera.
El triunfo bonaerense del peronismo expone la fragilidad de la construcción libertaria y, al mismo tiempo, abre la posibilidad de una reconfiguración del mapa político nacional. Lo que muchos llaman “antimileísmo” emerge ahora como un espacio articulador con capacidad de disputar tanto en el plano electoral como en el ideológico.
Una de las lecciones de este resultado es que el voto obtenido anteriormente no es eterno. Milei creyó que el 55% que lo acompañó en la segunda vuelta de 2023 sería un capital perpetuo. Esa sobreestimación de sí mismo, un error que también cometió Mauricio Macri, terminó por desnudar la inconsistencia de su base social. Junto a ello aparece una contradicción insalvable: no se puede hacer antipolítica desde el poder. El Presidente quedó atrapado en su propio laberinto, denunciando a la política mientras ejerce la máxima representación política del país. Esa incoherencia desgasta con rapidez.
A ello se suma el fracaso económico. El ajuste severo y el deterioro del nivel de vida fueron un factor central de la derrota. La experiencia argentina muestra que el “vivir peor” nunca suma votos, y esta vez no fue la excepción. Tampoco alcanzó el discurso del odio. Basar la política en la violencia simbólica contra “los otros” puede servir como estrategia de instalación, pero no garantiza ni gobernabilidad ni consenso. La pérdida de sensibilidad también tuvo costos concretos: el destrato hacia sectores vulnerables, como las personas con discapacidad, no pasa inadvertido y resta legitimidad en cualquier escenario democrático.
Un elemento especialmente revelador fue la reacción de los jóvenes. En 2023, el mileísmo había conquistado con fuerza a una generación harta de lo viejo, ávida de rebeldía y promesas de ruptura. Pero el mismo ímpetu que lo llevó a seducirlos terminó por volverse en su contra. La decepción juvenil fue tan rápida como su entusiasmo inicial: las redes dejaron de ser trincheras libertarias para transformarse en espejos de crítica, ironía y distancia. Los jóvenes, que representan el pulso inmediato de la política, castigaron con dureza la falta de respuestas concretas en educación, empleo y oportunidades. Se aprende así que el voto joven no es un cheque en blanco: es un pacto de confianza que se rompe al primer desencanto.
Tampoco ayudó la sobreactuación internacional. Las fotos con Elon Musk o las giras en Estados Unidos aportaron impacto mediático, pero la ausencia en el territorio argentino se tradujo en pérdida de votos. En política, la cercanía sigue siendo un valor ineludible.
La improvisación mostró sus límites. Gobernar exige estrategia, constancia y planificación; el “cosismo” que entusiasma en campañas cortas fracasa en la gestión de largo aliento. También el aparato comunicacional libertario evidenció fatiga. El periodismo alineado con Milei respondió a la derrota con evasivas, hablando de mercados o de futuras elecciones, sin poder asumir la magnitud del revés. Esa desconexión con la realidad erosiona credibilidad.
Dentro de la propia estructura del oficialismo se multiplicaron los errores. La figura de Karina Milei, concebida como jefa y estratega, resta más de lo que suma. El personalismo extremo se volvió un lastre. La alianza con Juntos por el Cambio tampoco generó un crecimiento electoral: al contrario, expuso contradicciones y alejó votantes. En paralelo, el kirchnerismo, lejos de desaparecer, se consolidó una vez más como identidad política resistente y con arraigo popular.
Frente a ese panorama, resultó clave la persistencia de quienes apostaron a sostener convicciones incluso en tiempos adversos. El espíritu de no tirar la toalla, representado por sectores como el de Juan Grabois, terminó siendo un ejemplo de cómo la coherencia puede ser rentable tanto electoral como políticamente. También la gestión concreta de Axel Kicillof fue decisiva: con soluciones tangibles allí donde la política libertaria generaba conflictos, el gobernador logró consolidar un vínculo directo con los bonaerenses.
La unidad peronista completó la fórmula. Una vez más quedó demostrado que cuando el movimiento se unifica en la oposición logra resultados contundentes. El desafío, sin embargo, será sostener esa cohesión de cara al futuro, más allá del momento coyuntural.
El mensaje de las urnas bonaerenses no debería subestimarse. Milei apostó a un proyecto que privilegia la confrontación y la descalificación por sobre la construcción colectiva. Los resultados revelan que la sociedad busca normalidad, cercanía y gestión. La derrota no significa necesariamente el final de su recorrido, pero sí un punto de inflexión. Si insiste en el camino del odio y la improvisación, su espacio corre el riesgo de diluirse más rápido de lo que creció. Por el contrario, si logra comprender que gobernar implica sensibilidad, diálogo y políticas públicas sostenibles, podría reconfigurar su relación con el electorado.
Lo que ya es evidente es que el “antimileísmo” ha dejado de ser una reacción coyuntural para convertirse en un eje político de peso. Argentina, como tantas veces en su historia, vuelve a recordarnos que la política no es solo números ni retórica encendida: es, sobre todo, la capacidad de mejorar la vida cotidiana de la gente.