Por Sandra Russo, publicado en PAGINA 12 el 29/08/2020
Colorear a veces hace revivir. No siempre, pero cuando se trata de imágenes que sólo habían sido vistas en blanco y negro, muchas de ellas rápido, sin detenerse en los detalles por lo insoportable de lo que se veía, poner color es acercar el foco, descubrir el brillo en la mirada, inclinar al que mira la foto hacia quien está fotografiado. En algunos casos, como en éste, es revivir el asesinato, la eliminación masiva y los grados de crueldad insondables que el blanco y negro va destiñendo.
Casi todo el imaginario en blanco y negro que el mundo tiene sobre lo que sucedió en Auschwitz lo produjo un prisionero, Wilhelm Brasse, nacido en la Polonia ocupada. Fue capturado muy joven, cuando era ayudante de fotografía en un local de su pueblo, Zywiec, y como hablaba alemán le ofrecieron unirse a los nazis. Se negó y fue enviado al entonces flamante centro de concentración de Auschwitz-Birkenau, en 1940. Ya colgaba en sus portones de hierro la leyenda “El trabajo hace libre”.
El primer jefe del centro era Maximilian Grabner, que en 1947 fue condenado a morir en la horca por más de 25.000 asesinatos, entre más del millón y medio que tuvieron lugar allí, entre ellos los de 230.000 menores de doce años. En el 40, había allí judíos, homosexuales, gitanos y “presos políticos”, que eran todos los miembros de la familia de cualquier comunista, o gente “suelta” que era levantada en el camino. Pronto llegó Mengele y comenzó con sus experimentos. Los nazis tenían la obsesión de documentar todo, porque estaban convencidos de que matarían a todos los necesarios para imponer su supremacía. Grabner mandó a averiguar si algún prisionero era fotógrafo, y encontraron a Basse. Le confiaron la tarea de fotografiar de frente y de ambos perfiles a todos los prisioneros, y de registrar los experimentos de Mengele.
Brasse trabajó en silencio y en medio de una profunda perturbación íntima durante cinco años. Hizo alrededor de 50.000 fotografías que hoy forman parte estructural del Museo de Auschwitz. Tuvo un trato ligeramente preferencial: cuando no fotografiaba los cuerpos que iban esqueletizándose, lo mandaban a la cocina a trabajar como ayudante. Luego de la liberación de Auschwitz por las tropas rusas, él y los sobrevivientes fueron trasladados unas semanas a otro campo para atenderlos, mientras el mundo asistía a uno de los hallazgos de deshumanización más feroces de la historia humana. Los negativos habían quedado en Auschwitz pero fueron recuperados en su totalidad.
Cuando por fin salió a la vida otra vez, y hasta sus 92 años, cuando murió, Brasse nunca volvió a sacar una foto. Fue llamado “el fotógrafo de Auschwitz” siempre: el trauma de haber visto y registrar lo acompañó como una niebla interna durante toda su vida.
Pero una de las fotos que había tomado cuando era prisionero, la de una niña de 14 años, Czeslawa Kwoka, viajó en el tiempo y un día de hace algunos pocos años aterrizó en la mesa de trabajo de la fotógrafa y colorista brasileña Anna Amaral. El proceso del color sobre la foto de la niña que poco después de ser retratada fue asesinada con una inyección de fenol en el corazón por un oficial nazi, produce el efecto de un nuevo acercamiento a esa tragedia.
Czeslawa, católica, vivía en una pequeña casa con su madre, Katarzyna Kwoka, y las dos habían sido cazadas en el camino. Llegaron a Auschwitz en 1942. A la madre la mataron a los dos meses. La foto de la niña fue tomada un año después, poco antes de su ejecución. Estaba sola y sabía que no tenía oportunidad de salvación. Ya no tenía nombre. Era el número 26.947.
Antes de la foto, mientras esperaba en la fila de prisioneros, un soldado pasó a su lado y le rompió el labio. La niña lloró pero la llamaron para posar. Brasse recordó varias veces el gesto de Czeslawa: se limpió con el puño la sangre de la boca antes de pararse frente a la cámara. Ya en blanco y negro estaba toda esa oscuridad en su mirada. Pero el color que le agregó Anna Amaral la acerca en el tiempo, acerca el foco a ese abismo de miedo y desconcierto. La niña no hablaba alemán y desde que la habían secuestrado y trasladado no sabía por qué lo hacían ni qué le decían.
Cuando llegaron los juicios, años después, Brasse, que nunca olvidó ese rostro infantil espantado, testimonió contra el oficial que la asesinó. En materia de nazismo, el blanco y negro queda lejos, está impregnado en esas fotos que hemos visto en documentales o en libros sobre el Holocausto. La cara de esa niña de 14 años, con el labio roto y a punto de ser asesinada vuelve desde el pasado para decirnos que a la ultraderecha hay que detenerla siempre, porque diga lo que diga y aunque no lo confiese más que a veces, piensa, bajo cualquier forma que adopte, que la muerte del enemigo es la solución.
Hace dos años, cuando se cumplieron 75 años del asesinato de Czeslawa Kwoka, el Museo de Auschwitz la homenajeó con la difusión de su foto de prontuario coloreada por Amaral. Ahí están sus ojos, sus ojeras, sus moretones en la cara, su traje a rayas, su cabeza pelada, su orfandad y su muerte inminente, que se huele, densa, gaseosa, en la foto. Podemos imaginarla como una niña de 14 años parecida a cualquiera de las que conocemos. El color viene a decirnos que el mal nunca está tan lejos como para creerlo en el pasado.