Por Pablo Semán, publicado en www.panamarevista.com el 22/09/2019

“Patria pequeña y fronteriza, mil leches hay en tus cenizas, pero un soplo de libertad revuelve el monte, el campesino, el marinero y la ciudad. Que la ignorancia no te niegue, que no trafique el mercader con lo que un pueblo quiere ser. Lo están gritando siempre que pueden, lo andan pintando por las paredes…” (Serrat)

No terminamos de darnos cuenta de que está sucediendo algo parecido a lo que sucedió en 2001 en uno de los planos en que esa analogía ha sido menos explorada hasta ahora. Recuerdo cuando en 2003 y 2004 entre los últimos mohicanos del CEMA aparecía en los medios el más ortodoxo, anti-empírico y devoto de la devoción de ellos. Carlos Ávila, que se vestía con unas camisas horribles que demostraban desde el riguroso punto de vista de la moda que los neoliberales habían caído bajísimo en recursos, status y hasta en percepción de tendencias. Ese derrumbe había empezado poco antes del estallido de 2001 cuando los doctores en moneda se quedaron sin argumentos pero la sociedad no encontraba la forma de responderles. Así, mientras algunos reclamaban dolarización, un gobierno de sabios extranjeros o la formación de un fideicomiso pagase la deuda con el subsuelo de la patria comoditizado, otros reactivaban ideales anarquistas, opciones revolucionarias y de forma más practicable, retornos al  “nacionalismo sano” como lo reclamó en su momento y para escándalo de muchos de sus colegas, José Nun. Fue aquel contexto en que surgieron, “como de la nada”, los recursos del neo keynesianismo, de lo nacional popular, del desarrollo nacional y la industrialización.

En esos mismos años, un poco después, en una entrevista grupal con dirigentes de distintos partidos, un político peronista de Lomas de Zamora desafiaba nuestro etnocentrismo con sus respuestas. Reivindicaba el sentido del orden de los chilenos y toreaba “andá a joder con los derechos humanos allá”. Y recordando los últimos años de la convertibilidad se enfervorizó y progresó hasta un llanto que nos conmovió a todos cuando narraba cómo su empresa se había fundido luego de largos años de penurias en las que lo que recibía de parte de los economistas en el poder el sermón de “tenés que ser más eficiente”. Se acordaba de Cavallo y lloraba rabia: ¡el hijo de puta nos pedía eficiencia con un el peso sobrevaluado y los chinos haciendo dumping! En ese contexto el empresario ferretero redescubría el Estado y el mercado interno, que no es que fuesen verdades únicas, ni entonces fácilmente disponibles. Redescubrimientos que alumbraron una época de reparaciones que luego encontraron un cuello de botella del cual muchísimos de los que participaron en aquella experiencia de gobierno tienen bien aprendidas las lecciones.

Y no solo la supuesta versión nipo-nazi-falanjo-stalino-comunista de “ser más duros cuando volvamos e impongamos retenciones del 700% con milicias populares y facones” con que intentan subestimarnos, alarmarse y crear conciencia agresiva los detractores del gobierno emergente. Hoy, como en ese momento, se incuba un descrédito creciente frente a los reformadores neoliberales tal como lo ve, como consecuencia del fracaso de Macri, Paul Krugman.

Hoy como en aquel 2001 pasa algo parecido, pero con otros términos y otros desafíos. Muere el discurso que parecía legítimo y tenía poder de sancionar otras formas de pensar e intenta emerger otro. La clase de los grandes propietarios ve los límites de su avanzada, intenta algunos negocios finales, se dispone consolidar algunos logros y profundizar selectivamente otros. Pero asume que la estigmatización a toda la ciudadanía, uno por uno y como conjunto de categorías sociales es inocua o contraproducente (esa es la raíz del odio embozado que recibe y recibirá Macri una vez que la población ha encontrado un camino para expresarse). Los humillados por esta cantinela capanga empiezan a descubrir sus daños, sus dolores y sus victimarios. Desde este lugar de la Argentina se suman viejas deudas y nuevas reivindicaciones. En ese viento en el que suenan antiguos gritos, flamean nuevas banderas maximalistas y también habita un ansia mucho más clara que sus instrumentos retóricos. ¿Quién le pone límites al capital? ¿Podemos seguir hablando todos con el banquero, el acreedor, y el exportador como ventrílocuos ? ¿No será que una sociedad es algo más que una economía? Los actores exploran los límites y las herramientas para reconstruir una narración de una sociedad que hasta ahora parecía admitir fácilmente la imposición de que el hambre, el bajón, la desocupación y la frustración son cuestiones exclusivamente personales (y que los gobiernos están para hacer rutas y propagandas de rutas mientras el resto depende de cada uno).

En ese contexto lo que dijo Felipe Solá de la Junta Nacional de Granos, o lo que dijo Juan Grabois de la reforma agraria, hallan otro sentido: balbuceos y apuestas para configurar una agenda en la que la idea de país le termine ganando a la de empresa, que es lo que la sociedad está volviendo descubrir. Se podía decir de otra manera y ya la encontrarán. Incluidos y excluidos de la nación: es con todos. Y en un sentido radical. De acá no se va nadie. Ni Grobocopatel, ni el Banco Francés, ni los cartoneros, ni los desocupados, ni los sindicatos, ni la CGT de las clases medias que se teje en el mundo que van entre la universidad, la empresa, la cultura y el Estado. No se van ni los pibes de los Starbucks ni los dueños de las franquicias, ni las ganas de comer ni las necesidades de exportar. Hemos descubierto en estos días que tan solo el 2% de los argentinos compraba o podría comprar más de 10000 dólares por mes y que no es tan grave posponer sus compras pensando en el interés general. En buena hora lo volvimos a nombrar y que él tampoco se vaya nunca más. Habrá que ver cómo nos acomodamos todos cambiando posiciones relativas y aboliendo la expectativa de exterminación del otro.

A diferencia de lo que ocurría en 2001 todavía permanece fuerte la idea de que la pobreza es un lastre y de que gastamos demasiado en los pobres. Habrá que ver si en el decantamiento de una crisis en la que lo peor aún no ha sucedido ese consenso parcial (pero políticamente eficaz) no arde en el infierno inflacionario.