Por Capitán Cianuro
Mientras Milei predica su dogma de mercado y viaja por el mundo con su hermana amante al estilo Calígula, Argentina se desangra. Un pueblo empobrecido, jubilados muertos esperando medicación y una clase media devastada, mientras el mesías libertario juega a la revolución neoliberal que solo multiplica pobreza y odio.
Argentina atraviesa uno de los peores momentos de su historia reciente. Algunos repiten, como verdad revelada, que todo pueblo merece a los dirigentes que elige. Pero ¿realmente es así?. ¿O esa frase solo sirve para justificar la barbarie de quienes, desde su pedestal de superioridad moral, miran con desprecio a las mayorías que votan con hambre y miedo?
Como decía José Mujica, Milei no es un fenómeno. Lo verdaderamente fenomenológico es que una masa tan significativa haya votado a un personaje que, lejos de encarnar un cambio real, representa la exacerbación de los peores vicios de la política, disfrazados de “anti-casta” y libertad. Milei es un performer, un youtuber con aires de iluminado, un predicador de la libertad individual que odia cualquier forma de organización colectiva, porque sabe que donde hay comunidad, su discurso de odio no prende.
Durante su campaña electoral prometía destruir a la casta. Sin embargo, su único objetivo real parece haber sido terminar con los jubilados, los pobres, los niños con hambre, los enfermos crónicos y todas aquellas ayudas que el Estado proporcionaba como red de contención mínima para la vida digna. La épica anti-casta se convirtió rápidamente en una guerra contra los más vulnerables.
Hace apenas unos días, un jubilado murió en la sede del PAMI de Neuquén tras esperar horas para recibir una respuesta por su medicación. Murió solo, invisible para un gobierno que lo considera un gasto inútil. Murió como mueren los descartados por este nuevo orden neoliberal: en silencio, sin prensa, sin duelo nacional, sin futuro.
Mientras sucedía aquello, Milei viajaba con su hermana –su amante simbólica, al mejor estilo Calígula– y con una comitiva de quince personas, sin justificación alguna, a Europa, realizando el viaje más largo y costoso de su gestión, financiado por ese Estado que él mismo prometía eliminar. Fue un paseo imperial teñido de culto a la personalidad, selfies con personajes de ultraderecha y discursos grandilocuentes sobre un país que no gobierna, sino que destruye.
La imagen de un pueblo muriendo de hambre y abandono, mientras su líder se pasea por castillos y cumbres para recibir premios inventados y dar conferencias sobre libertad, es un símbolo perfecto de esta era libertaria: no se trata de libertad, sino de sometimiento. No es ciencia económica, es religión dogmática. No es modernidad, es feudalismo con iPhones.
JP Morgan, una de las asesoras de macro inversiones más influyentes del mundo, recomendó a fines de junio a las empresas bajo su tutela que eviten invertir en Argentina durante los próximos meses. ¿La razón?: el caos político y la débil gobernabilidad del gobierno de Javier Milei, factores clave que ahuyentan capitales incluso en un capitalismo voraz que, al menos, exige reglas claras.
Este tipo de reportes no responde a afinidades ideológicas. El mercado del siglo XXI no vota por Twitter ni se guía por memes. Lo que importa es la capacidad de gobernar, la previsibilidad de las reglas, la estabilidad de la democracia y la paz social. Ningún CEO serio invierte en un circo.
Precisamente por esa razón, Fitch Ratings, analítica global de mercados y asesora financiera, posiciona a Chile como el mejor destino para invertir a gran escala en Sudamérica, mientras que Argentina ocupa el último lugar. Aun así, en marzo de este año, Evelyn Matthei, candidata a la presidencia chilena por la ultraderecha, expresó su intención de replicar las políticas económicas de Milei. La ultraderecha latinoamericana comparte un gen: la adoración de la pobreza ajena y el masoquismo social.
La derecha radical, en todas sus formas, da palos de ciego y termina, allí donde gobierna, dejando resultados penosos. Responde a las demandas sociales con represión y balas. Recorta derechos laborales y previsionales bajo el mantra de la eficiencia, mientras acumula privilegios para los mismos de siempre. Es el mundo de Netanyahu, de Trump o de Bukele, por mencionar a tres instigadores del odio que se autoproclaman salvadores de la patria.
Pero Argentina no necesita mesías gritones con pelucas de león y hermanas amantes. No necesita tuiteros compulsivos ni economistas dogmáticos que citan a Hayek como versículo bíblico. Necesita dirigentes con visión histórica, sensibilidad social y coraje para defender al pueblo que trabaja, produce, sueña y sufre.
Porque si no lo entiende a tiempo, solo quedará un país roto, vacío y endeudado, con sus mejores hijos buscando futuro en otras tierras y con sus viejos muriendo en pasillos de oficinas públicas convertidas en cementerios. Y entonces, cuando la devastación sea total, ya no quedará nada que privatizar ni ningún dios mercado que venga a salvarnos. Solo quedará el silencio de un pueblo crucificado por su propia esperanza traicionada.