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La pandemia ocasionada por la difusión del virus COVID-19 ha generado un escenario mundial inédito. Más allá de las capacidades específicas de los diferentes Estados para hacerle frente, la pandemia convoca a la sociedad a un esfuerzo excepcional, parecido pero no igual al que conllevan las grandes crisis económicas o las guerras.

Este esfuerzo hace tanto a lo económico como a lo personal y familiar. Altera las vidas de todos nosotros, nos obliga a redefinir nuestras actividades cotidianas y extraordinarias aún en situaciones muy dolorosas (familiares que no pueden asistir a sus enfermos, deudos que no pueden despedir a sus muertos), golpea en forma diferencial a sectores que ven directamente prohibidas sus actividades laborales, y moviliza importantes recursos estatales para asegurar la supervivencia.

Se trata de un esfuerzo grande pero breve en el tiempo. Las pandemias son en general episodios no muy prolongados; la duración de sus fases agudas se cuenta en meses, no en años.

Tenemos además la seguridad de que el cumplimiento de las medidas de aislamiento permitirá controlar el proceso de difusión de la infección. Pero ésta es quizá la única seguridad. Las pandemias son episodios raros, y muy específicos; no hay posibilidad de replicar procedimientos, como ocurre con gran parte de nuestras actividades cotidianas. Tenemos que actuar en un contexto pleno de incógnitas, con recursos que siempre serán limitados con relación a las escalas que podría adquirir la infección. No disponemos de vacunas ni de remedios eficaces, la enfermedad es contagiosa aun siendo asintomática, y no existe la posibilidad de testeo a escala de toda la población.

Frente a estas realidades, lo primero es estrechar filas como sociedad, porque de la pandemia nadie se salva solo. La iniciativa en estos casos corresponde al Estado, que es el único agente que dispone de los medios materiales y legales para actuar. Un Estado que, rigiendo mecanismos democráticos y libertad de expresión, es el Estado de todos. El debate debe ser libre, abierto, franco y sin segundas intenciones; pero las decisiones acerca del qué hacer en estas circunstancias deben ser tomadas por el Estado.

Se han formulado dos opciones para enfrentar la pandemia.

La primera es la inmunización de rebaño, apoyando un rápido contagio para neutralizar la difusión del COVID-19. Esta opción suele ser defendida por la baja mortalidad relativa de la enfermedad, y aun por el hecho de que buena parte de los infectados son directamente asintomáticos. Además, se ha argumentado que la brevedad del proceso permitiría reducir el impacto económico de la pandemia.

La segunda estrategia pasa por contener el contagio mediante el aislamiento generalizado, monitoreando la difusión del virus y reduciendo el confinamiento a medida que se vayan generando zonas libres de infección.

Está claro que la opción del confinamiento reduce fuertemente las muertes, tanto por el menor contagio como por la contención de la demanda de atención médica. Los países que han optado (explícita o implícitamente) por la infección de rebaño han sido testigos de situaciones trágicas: servicios médicos desbordados, cadáveres por doquier, ancianos muertos en geriátricos por denegación de asistencia médica. De hecho, los gobiernos no han podido sostener indefinidamente la opción por la infección masiva, y sus políticas han sido zigzagueantes, y los costos en vidas han sido elevados. Esta opción es particularmente letal en países donde abunda la población que vive en situación de vulnerabilidad social.

Preferimos el confinamiento, sobre bases tanto éticas como económicas. La protección de la vida debe ser siempre la primera opción; éste es un valor innegociable, que sienta las bases de una convivencia pacífica, y una vía sostenible y aceptable para la resolución de los conflictos que plantea la vida social. La elección de la inmunización de rebaño implica optar por un número mayor de muertes con la meta de mantener cierto nivel de actividad económica; por más que la tasa de mortalidad sea baja, la inmunización masiva supone tasas de infección superiores al 50%, y por lo tanto una elevada mortandad en términos absolutos.

Nadie elige su propia muerte para mantener su propia actividad; se está optando por mantener la propia actividad a costo de la muerte de otros. Creemos que hay formas de superar la pandemia sin desandar 2000 años en nuestra historia humana.

Aun desde el ángulo económico, no hay demostración alguna de que la infección masiva sea a la postre más efectiva. La crisis que trae el contagio generalizado, el desborde de servicios hospitalarios, la subsiguiente contracción del consumo, todos estos elementos derrumban mercados reales y financieros, como hemos visto claramente en los Estados Unidos. El contagio masivo no es un remedio eficiente para el nivel de actividad, sino una causa eficaz de la recesión.

Agregamos que la recesión no es un hecho terminal. La pandemia, al contrario de la guerra, no destruye aparatos productivos ni interrumpe circuitos de circulación; reduce la intensidad de la actividad. Y esto no es algo irreversible.

Por último, una reflexión acerca de quienes arguyen, desde un ángulo pretendidamente libertario, que el confinamiento viola derechos civiles fundamentales, y que en consecuencia nos conduce a una dictadura.

En primer lugar, para que haya una dictadura, no puede haber libertad de opinión; quienes sostienen que hay una dictadura en ciernes cuentan con la mayor libertad para decirlo. Una contradicción flagrante, que solo pueden desconocer por mala fe, porque nadie duda de su inteligencia.

En segundo lugar, argumentar que el confinamiento conculca derechos civiles esenciales es tan racional como protestar porque no se permite circular libremente a peatones por pistas de aeropuertos o por prisiones. La prohibición de circular en ellas responde a razones de seguridad, y a permitir la prestación de servicios esenciales. Las restricciones que impone el confinamiento tienen el mismo fundamento: proteger la vida y las actividades esenciales. Así se ha hecho en mayor o menor medida en todos los países afectados por la pandemia.

Nadie que no mienta puede asegurar que el des-confinamiento reducirá los contagios. Quienes lo defienden en definitiva están optando por la infección masiva, con las consecuencias señaladas. No deja de ser notable que los adversarios de las políticas de confinamiento no abren opinión acerca de episodios de contacto social – como el reciente de la ciudad de Necochea – que han difundido la enfermedad.

La Argentina ha seguido con decisión el camino del confinamiento, con buenas razones, y por ahora con logros. Las muertes han sido comparativamente pocas, los institutos geriátricos no han sido abandonados a su suerte, y los servicios médicos no se han visto desbordados.

Abandonar esta senda nos llevaría a un cuadro dramático, como se ha visto en otros países. La vía que debemos seguir es la de un des-confinamiento gradual y seguro, apuntando a fortalecer conductas preventivas. Un cambio brusco de las reglas de juego llevaría a dilapidar todo el esfuerzo y sacrificio que la sociedad argentina ha realizado este tiempo. El rol de los gobiernos de las provincias es aquí central, en cuanto responsables primarios de la salud de sus habitantes. Todo ello, en el actual marco de discusión libre y de transparencia informativa.

Es imperativo mantener la serenidad colectiva para enfrentar esta coyuntura adversa.