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Por Raúl Egitto, docente universitario UNAJ / UNAHUR

Medio ensombrecido por la coyuntura, a las 19:30 hs. me fui al Campito en bicicleta. Pedaleo 11 cuadras hasta ese polideportivo que se encuentra en la frontera de los distritos de Morón y Tres de Febrero.

Me acerco a la canchita de fútbol. Me gusta ir allí porque van pibes de los barrios cercanos y fundamentalmente sucede algo que ya casi no existe: no hay que pagar para jugar.

Están jugando pibes de entre 11 y 17 años con una pelota Nissan naranja. A muchos los conozco, alguna vez he jugado con ellos. Después de algunos minutos de mirar, el que tiene la camiseta de la Gardel me dice: «Raúl, ¿querés jugar?».

Juego para un equipo totalmente desbalanceado. No sé sabe de qué juegan. Siempre la pisan y nunca la juegan de primera. Mucha Play. Lo que hoy llaman visión periferica no la tienen para nada. La única excepción del equipo es un pibe de 12 años, moreno, que juega callado. Marca, recupera y la da al pie.

Su mamá y su papá están al borde de la cancha y le dicen que ya es hora de irse. Ruega diciendo que quiere seguir jugando y lo consigue.

Vamos ganado 4 a 2 frente a otro equipo que solo se dedica a correr. Yo alterno buenas y malas pero estoy ahí para el gol.

Llega otro equipo. Los conozco. Son pibes de las inferiores de Almagro que juegan bien. Piden jugar y entonces comienza una regla ancestral de la canchita del Campito: 15 minutos y el ganador queda en cancha. Ganamos 1 a 0 con un gol de carámbola.

Ahora sé que el partido va a ser muy difícil. Así que ordeno al equipo diciendo quiénes defienden y quiénes atacan. El pibe morenito dice «Yo soy defensor».

Comienza el partido. Ellos son más, pero metemos como locos y tratamos que no nos hagan el gol. El pibe morenito con camiseta de Morón defiende y pone. Le van fuerte los más grandes y no se queja. Yo agarro la pelota pocas veces y en una la juego bien y casi viene el gol, pero nuestro delantero con camiseta del Barça define mal y me dice «Me diste una buena asistencia, viejo».

Van 15 minutos y el partido 0 a 0. Se prenden las luces débiles y empieza a anochecer. Recuerdo que le había dicho a mi esposa que hoy cocinaba y pierdo una pelota que casi termina en un gol de los pibes de Almagro.

El morenito con las zapatillas rotas sigue sacando todas y cuando cae la noche le pega al arco y la pelota entra junto a un palo. La rodilla me duele intensamente pero no importa.

Termina el partido. Le digo al pibe: «Jugás muy bien. Nunca dejes de jugar así». Le doy la mano.

Estoy por empezar a pedalear para regresar y escucho: «Señor, por favor, un segundo». Son los padres del chico. Me dicen que el pibe me quiere decir algo. Me acerco. El pibe llora a cántaros. Me dice con tonada del altiplano y tímidamente: «Señor, usted sabe jugar. ¿Piensa que yo podré llegar a jugar en primera algún día?». Le digo: «Vos podés jugar en cualquier galaxia porque jugás muy bien y si te entrenás vas a jugar aún mejor». Me abraza llorando y los padres me saludan con un respeto difícil de explicar.

Miro el WhatsApp. Mi esposa me pregunta: «¿Jugaste otra vez?». Comienzo a pedalear. Tengo una alegría inmensa, como si fuera niño otra vez.