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Por Andrés Ruggeri, COORDINADOR DEL CONSEJO CONSULTIVO DEL INAES

El asalto de los edificios de los tres poderes del Estado en la capital brasilera por una multitud de manifestantes de ultraderecha partidarios del expresidente Jair Bolsonaro pareció una remake, grotesca pero impactante, de la toma del Capitolio por los fanáticos de Donald Trump en los Estados Unidos. La influencia y paralelismo entre ambos casos salta a la vista, y el hecho mismo de que Bolsonaro, declarado admirador del magnate estadounidense, se encuentre autorrefugiado (sin mayores motivos aparentes que no hacer el traspaso de mando a su vencedor, Lula) en los propios Estados Unidos, no hace más que acrecentar la sospecha de una relación mayor y directa. Asimismo, y al igual que la invasión del Capitolio en Washington por la bizarra muchedumbre encabezada por el muchacho de los cuernos, la operación de los bolsonaristas se consumó con una facilidad asombrosa por tratarse de los mayores y en teoría más resguardados espacios físicos institucionales. Y en el caso brasilero no fue uno, sino los tres poderes del Estado los que fueron objeto de ocupación y destrozos.

Se trata de hechos, a su vez, tan impensados como sorprendentes en su concepción: a priori, ningún actor político medianamente serio piensa que se puede voltear un gobierno solo con dirigir una multitud rabiosa contra la sede o las sedes formales y simbólicas del poder constituido. Así como derribar las torres del World Trade Center no acabó con el poder financiero norteamericano, sino con dos edificios y miles de vidas, tampoco tomar los predios sin modificar el resto de las relaciones de fuerza parece muy efectivo para hacerse con los resortes del poder. Como sabemos que la derecha no tiene un pelo de ingenua, especialmente en estas cuestiones del poder, deberíamos pensar que la jugada completa era (o lo es aún) más compleja.

Si vemos lo sucedido en Brasilia en el contexto regional y mundial, y tomamos los hechos de los últimos tiempos en el continente como un conjunto, el análisis nos lleva a que es posible que estemos en una nueva etapa de la ofensiva de la derecha y la ultraderecha continentales, que puede implicar que el llamado lawfare, es decir, el uso de la conjunción mediático-judicial con fines de persecución y eliminación jurídica del oponente político, caracterizado en numerosas ocasiones como la nueva forma de golpe de estado o “golpe blando”, esté siendo dejado de lado para pasar a formas de violencia política directa. La derecha es cada vez más derecha, por decirlo de alguna manera, y desdeña cada vez más la forma democrática de gobierno, que solo parece ser válida cuando convalida los resultados deseados. A su vez, esta nueva etapa (que no significa, por supuesto, que la utilización de la tríada mediática-política-judicial que caracteriza el lawfare haya sido totalmente dejada de lado como podemos ver en nuestro país) implica que la derecha política tiene dos vertientes, una “clásica” que sigue el juego institucional habitual, y otra radicalizada que no duda en avanzar el camino de la violencia física. Entre ambas, suele haber vasos comunicantes y una única visión económica, la neoliberal.

Así, el uribismo colombiano después de dos décadas en el poder empieza a confrontar al gobierno de Petro con atentados como el intentado el martes 10 contra la vicepresidenta Francia Márquez, la derecha peruana heredera del fujimorismo da su enésimo golpe parlamentario y, más allá de los errores de Castillo, termina instaurando una dictadura que lleva decenas de manifestantes asesinados o, en nuestro país, a la cerrada oposición que se corre a sí misma por derecha como forma de dirimir sus problemas internos se le agrega una confusa banda de precaria organización y dudoso financiamiento que, sin embargo, estuvo a punto de asesinar a Cristina. Sin olvidar, por supuesto, el golpe de 2019 contra Evo Morales y los ingentes y fracasados esfuerzos por derribar al gobierno venezolano de Nicolás Maduro, entre otros.

Esa diferencia de métodos y visiones responde no solo a visiones ideológicas o a opciones tácticas sino a intereses geopolíticos claros que tienen terminales en los Estados Unidos, que por primera vez en mucho tiempo sujeto a una confrontación política interna aguda que implica diferencias profundas de proyectos y estrategias imperiales.

En este panorama, el asalto bolsonarista de Brasilia constituye un intento serio de acabar con la democracia brasilera y con el gobierno recién asumido de Lula, siguiendo un modelo mixto entre el Capitolio de los trumpistas y la dictadura de Camacho y Añez en Bolivia. Es una etapa de avance antidemocrático a nivel regional: se trata de una suerte de, parafraseando a Clausewitz, continuación del lawfare por otros medios. Por detrás del método, está el objetivo de instaurar políticas ultraliberales radicales y acabar con los movimientos y la organización popular por la fuerza para asegurarlo.

En Brasil, por lo pronto, se encontraron frente a un líder hábil y de gran claridad política como Lula que, en poco tiempo, dio los pasos necesarios para derrotar el intento y apuntar a convertir la debilidad en fortaleza. No ha sido siempre el caso, como podemos ver en Perú.  Ningún país de la región está exento de vivir estas situaciones: la serpiente rompió el huevo hace rato.