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Mientras intenta que sus equipos ataquen todo el tiempo, Marcelo Bielsa tiene otra obsesión en la vida: acercarse a las clases bajas, regalarles autos y plata a los que no tienen, compartir su tiempo con personas que no son como él. Un peón de campo, un chico de 14 años, un verdulero, un anciano. Perfil de un hombre que ha puesto a prueba una teoría. ¿Es verdad que la perfección y la entrega nos llevan a la felicidad?

Historia publicada en la Revista Don Julio #5 | Texto: Ignacio Fusco | ILUSTRACIONES: Fernando Polito

Sentado en un auto que avanzaba lento por el sur de la ciudad el hombre que era millonario vio por la ventanilla el barrio pobre, rapaz. Vio el desafinado concierto de casas bajas, de un piso único, todas a la misma altura pero hechas con líneas imprecisas, como si las hubiera dibujado un bebé; vio un frente pintado de celeste al lado de uno pintado de nada al lado de otro que había sido rosa, como un juguete viejo al que se encuentra después de años en un cajón; vio techos de chapa y vio alambrados que oficiaban de rejas para custodiar una casa, vio veredas que eran de pasto y a veces de tierra y vio un gigante cielo de fondo al que nada que estuviera ahí lo podría manchar. Sentado en un auto que avanzaba lento vio también calles que parecían pasillos y de repente una avenida ancha como una ballena, con árboles flaquitos que parecían temblar; vio casas que más que casas parecían paredones, vio una entrada que tenía un tronco de madera donde debía ir una columna de hormigón. Cuando Marcelo Bielsa le preguntó a Edgar, uno de sus choferes, cuáles eran los barrios más pobres de Santiago de Chile, Edgar le dijo: “La Pintana”. “La Legua”, le dijo también.

—¿Podría llevarme, por favor? —le pidió el entonces técnico de la selección, así que mientras el chofer Edgar manejaba, Bielsa veía y conocía los barrios cuyos títulos sólo se permiten en rojo: “hay droga dosificada, armas y dinero incautado en peligroso operativo”, “sepa por qué La Pintana es una de las comunas con peor calidad de vida”, “estudio: los 12 lugares más peligrosos para los jóvenes en Santiago”, “ahora llueven balas en La Legua”.

No sería la última vez que Bielsa le pediría a Edgar un paseo así.

Después, cuando volvía al predio Juan Pinto Durán —donde él vivía, donde se entrenaba la selección—, el hombre que era millonario se encontraba con Gabriel Aravena, su asistente principal. Aravena sólo lo saludaba, no le decía ni le preguntaba nada y entonces Bielsa, a veces, le decía:

—Me siento mal.

Eso le decía, y se iba, oso triste y enorme, a su oficina o a su habitación.

—Se le notaba en su cara, llegaba siempre así —le dirá a Don Julio, años después, Aravena, mientras cuenta esta escena—. Era un hombre muy profundo, muy humano, él.

Un hombre que mientras peregrinaba Buenos Aires, Santiago de Chile, Rosario, Bilbao y Marsella ha hecho algo más que intentar que sus equipos atacaran con voracidad: ha ayudado a enfermos, se ha encerrado tres meses en un centro adventista para escucharse a sí mismo y leer, ha regalado autos, plata y ropa a personas que estaban en la cárcel y a personas que conoció recién, se ha entregado a escenas insólitas para acercarse a hombres que son todo lo contrario a él. Visto rápido y a lo lejos, Marcelo Bielsa es un invento borgeano, un personaje más: un hombre que aceptó el don de moverse bajo la perfección de un manual catequista. Pero con el don –lo sabe Hermann Soergel, que recibió la memoria de Shakespeare– viene la tragedia.

También lo sabe Aravena, que lo dice más rápido y mejor:

—A Don Marcelo le dolía mucho el alma.

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La habitación no tenía demasiado: una mesita de luz, una cama, tres metros de largo, otros tres de ancho y una puerta que comunicaba con una oficina igual de chica y de sencilla en la que sólo había un escritorio y las sillas que necesitara la situación. Nunca, nadie, había vivido en el Pinto Durán. Nunca nadie tampoco se había hecho socio de la Junta Vecinal Número 13 Villa El Salitre, el barrio que rodea el predio, y nunca nadie tampoco se había entregado a caminar sus calles, andar en bicicleta, charlar con los vecinos, poner plata para un proyecto deportivo, preguntar siempre en qué andaban, qué necesitaban, qué se podía hacer.

—O les enviaba encomiendas con ropa, por ejemplo —cuenta Aravena—. Siempre quiso saber cómo vivía la gente pobre, lo entristecía que hubiera personas que no tuvieran nada, era algo que charlábamos mucho, yo lo vi.

Mientras dirigía a Chile, Bielsa se reunió una tarde en el predio de Pinto Durán con el tenista argentino Gastón Gaudio, campeón en 2004 de Roland Garros. Fue Gaudio quien lo quiso conocer, y después de haber estado tres horas sentados charlando en la belleza de un círculo central –develó el tenista en Basta de todo, un programa radial de Capital Federal– hubo una frase que lo fulminó: el millonario le dijo que uno de los caminos hacia la felicidad era dar, dar –dar sin importar cuánto, dar sin importar a quién–, y que él se había prometido comprobar la eficacia de una teoría así.

—Cuando era técnico de la Selección Argentina —aparece el autor de una de sus biografías, La vida por el fútbol, el periodista Román Iutch— se enteró que a una de las personas que trabajaban en el predio de la AFA le habían robado la casa. No sé cuántas cosas le habían robado pero sí que Bielsa le compró, sin decirle nada, todos los electrodomésticos. Y se los hizo enviar.

Mientras trabajaba en la primera pretemporada que hizo con Vélez –en 1998 y en el Hindú Club– el rosarino pegó onda con uno de los empleados del predio. En el mundo narrativo de un hombre que acepta el don y la tragedia, pegar onda tiene acepciones así: unos días antes de que el plantel finalizara la estancia, le regaló la camioneta que usaba él.

—Pues tú sabes que aquí hizo lo mismo —se sorprende el gerente de selecciones nacionales que trabajó con Bielsa en Chile, Juan Berliner—. Apenas vino se compró un auto pequeño, barato, un auto normalito, y cuando se fue, igual, lo regaló.

— ¿A quién?

—A Aravena se lo regaló.

Aravena es una persona muy importante en esta historia. Bielsa lo conoció apenas asumió en Chile, en 2007. Empleado de la Facultad de Ciencias Químicas de la Universidad Nacional, Aravena fue juez de línea en el fútbol profesional hasta 1996. Retirado por la edad, la engañó dando una mano en el Pinto Durán: con Arturo Salah, con Nelson Acosta, con Juvenal Olmos, los entrenadores de la selección, arbitraba los partidos de entrenamiento, los amistosos, “sólo porque me gustaba, porque sí”. Cuando se presentó, Bielsa le preguntó quién era, qué hacía, y fundamentalmente: por qué. Aravena le contó su historia, cuál era la fuerza que lo movía a estar ahí. Hay cosas que a Bielsa lo obnubilan, y una de ellas es ese fuego, ese poder. Aravena fue su asistente durante cuatro años: juntos viajaron al Mundial de Sudáfrica, al Athletic Bilbao, y también charlaron apenas se oficializó su contratación en el Lille francés. Algunos medios chilenos lo llamaban “El escudero”.

Entre un secretario y el escudero lo ayudaban a Bielsa a hacer algo que tampoco nadie había hecho jamás. Sentados a la mesa de su oficina franciscana, el técnico les pedía que le leyeran lo que decían las cartas que habían enviado los hinchas y luego les dictaba, una por una, lo que había que contestar. A veces, cuando alguna carta lo alborotaba, llamaba por telé- fono a quien se la había escrito y lo invitaba al Pinto Durán. Lo hacía, generalmente, con los hinchas que vivían en el Interior. Les pagaba el pasaje, les mostraba las instalaciones, les enseñaba cómo trabajaba los partidos, les pedía que hicieran alguna actividad de limpieza en las canchas, les regalaba un conjunto deportivo, los abrazaba y los devolvía a su realidad.

—Una vez recibió una carta de un chico que estaba enfermo —cuenta Aravena—. Entonces tenía 12, 13 años, pero el problema había empezado hacía un tiempito, cuando un profesor de educación física le había dicho que, así como era, él jamás sería jugador.

— ¿Así cómo?

—Obeso, gordo. Así que dejó de comer. Se enfermó, se empezó a debilitar. Cuando nos llegó la carta estaba internado en el hospital.

Bielsa se aseguró que nadie difundiera su presencia y lo fue a visitar. Una vez, dos veces, tres. Entonces se quedaba media hora, charlaba con el nene, con el padre, con el médico.

—Al nene se le veían los huesitos, me acuerdo, yo iba con él —dice Aravena—. Es una persona con mucho sentido paternal. A mí me daba eso. Era como un papá.

Un papá que, con él de chofer, ha hecho frenar el auto a la puerta de un estadio para averiguar si era cierto lo que él, “el gran Don Marcelo”, intuía: que esos chicos, “esos pelusitas”, no tenían plata ni manera de entrar a ver el partido que jugaban Colo Colo o la U. Entonces bajaba, charlaba con ellos, los invitaba a subir a “la van o el auto, depende en qué estuviéramos”, como cuenta Aravena, y después de entrar sin que nadie molestara a los chicos les pedía a los organizadores del protocolo que los ubicaran en una platea, por favor.

Hay cosas que a Bielsa lo obnubilan, y una de ellas son los niños.

En Bilbao se hizo amigo de un chico de 14 años. El entrenador vivía en un hotel que da al muelle y cada día salía a caminar por ahí. El chico vivía a la vuelta. Después de haberse cruzado en algunas caminatas empezaron a cabecearse, a saludar: una tarde charlaron un poco, una mañana el chico fue a ver el entrenamiento del Athletic y Bielsa lo vio. En otro de los inevitables encuentros que tuvieron en el muelle, el técnico lo invitó a cenar al restorán del hotel.

La escena, entonces, se compone así: en el restorán de un hotel cinco estrellas con vista al mar Cantábrico, de un lado de la mesa, un chico de 14 años. Del otro, un hombre de 56.

—Para mí era un genio, imagínate —dice Iker Martínez, ahora con 19 años—, y entonces lo conocí mejor.

El chaval subtitula la frase con una de las historias de aquella primera cena. Llega el mozo, y el genio al que él veía en la tele con la jogginetta del Athletic le pregunta si le puede hacer una recomendación.

—Le traigo bacalao —le dice el mozo.

—Entonces Bielsa le empezó a preguntar —se acuerda Iker— si sabía cuántos gramos pesaba el bacalao, cómo lo cocinaban, cómo era la porción.

El mozo a veces contesta, a veces titubea, a veces no sabe qué decir. Cualquier momento que simula ser normal puede deformarse, de pronto, hasta parecerse a un sketch. El mozo es ahora un actor desamparado. Bielsa, entonces, le dice:

—Llame al jefe de cocina, por favor.

— ¿Y?

—Lo llamaron —dice Iker—. Y después pidió por el encargado, y lo llamaron también. Es más — toma aire, Iker—, estaba el hombre que se encargaba de la pesca, que había empezado a trabajar a las seis de la mañana, y lo llamaron también.

Tres personas rodean la mesa en la que todo había comenzado con un saludo y una recomendación. Los cuerpos respetuosos y tensos, la mirada gacha para atender al rey.

— ¿Pidió el bacalao?

—No.

Nada mejor que un sketch que funciona: durante otra cena, el técnico del Athletic Bilbao pidió una tarta de manzana.

—Si usted podría decirme cuántas manzanas utilizan, y cuánto pesa cada porción… —recuerda Iker que Bielsa le dijo, aquella vez, al mozo.

Desinformado, el hombre no le pudo contestar.

— ¿Y la pidió?

—No.

El Bielsa excesivo y sabiondo al que Pep Guardiola llamó cuatro veces para preguntarle cómo veía a un defensor mientras se jugaba la final que el Bayern Munich le ganó 2-1 en 2013 al Borussia Dortmund en la Champions League es —también en una cena, también en un restorán— un huracán que necesita todo el control.

—Me acuerdo de una historia —se entusiasma Iker— que me contó una de las primeras veces que cenamos juntos. Él era chico en Rosario y su mamá lo obligaba cada día a hacer dos horas de tarea. Como a su hermana le gustaba tocar el piano, le contó a su mamá que mientras escuchaba música estudiaba mejor. Así que, después, le preguntó a su hermana si podía tocar el piano cada vez que él empezara a estudiar.

— ¿Para?

—Y, así se escapaba y se iba a jugar a la pelota, porque mientras la madre escuchara el piano, todo estaba bien.

En la infancia se carga la calidad del combustible que se usará toda la vida, escribe el poeta argentino Fabián Casas, y acaso Bielsa se viera a sí mismo cuando una mañana, también en Bilbao, a la puerta de un hotel en el que se concentraba para un partido contra el Real Oviedo por la Copa del Rey, se cruzó con un grupo de niños que quería ver al plantel.

—Joven, joven, venga acá —llamó a uno. En el mundo de Bielsa se titula la nota que cuenta esta escena, que publicó el diario El Correo.

—Venga, venga —le insistió el entrenador.

Quizá porque no pudiera creerlo, el niño le obedeció con lentitud. Se acercó, lo saludó:

—Buenas, ¿qué tal?

Y Bielsa:

—Tome estas dos entradas, pero que no las disfrute un rico; ésos ya pueden pagarlas.

“Ésos”, dice —desdeña— Bielsa.

Ésos: o sea, un rico, los ricos.

O sea, él.